martes, 22 de febrero de 2011

... y la casa sin barrer


Lo cuenta una conocida, estudiante de medicina y licenciada en psicología (con una de las mejores notas de su promoción): que trabaja los fines de semana en un comercio "de cuyo nombre no quiero acordarme" atendiendo a los clientes y, sobre todo, limpiando, todo por el salario mínimo y soportando unos superiores (es un decir) que usan las cámaras de videovigilancia para fiscalizar cómo ella y sus compañeros hacen su trabajo y que, además, se preocupan más por el local en sí que por los clientes y, desde luego, que por sus trabajadores.
Cuenta, también, que conoce el campo de la psicología aplicada a la empresa, una rama que ofrece muchas posibilidades de trabajar en departamentos de recursos humanos. Y que es un campo donde la inteligencia no es muy apreciada. Los tests de inteligencia, dice, de por sí limitados en los tipos de inteligencia que miden (tres de ocho, en el mejor de los casos), se usan para descartar a los considerados más inteligentes, por potencialmente problemáticos, tanto como a los que lo son menos, siempre según los tests, por potencialmente incompetentes.
En medio de todo eso, algo brilla: dice que no quiere ese camino, que no va a poner sus conocimientos, su competencia, al servicio de ese tipo de tareas. Otro espécimen de persona con principios... quizá ni siquiera seamos una especie en peligro de extinción, después de todo.
En todo caso, la "discriminación a los más inteligentes" en muchos puestos es otra paradoja más en el reino del libre mercado. Tampoco gustan los CVs demasiado buenos en comparación con el puesto ofertado ("En cuanto le salga algo mejor, que será más temprano que tarde, nos deja tirados"), los dispositivos y aparatos que funcionan bien a largo plazo (duran mucho, así no hay quien venda otros nuevos o piezas de recambio), etc.
Mr. Brown no sabe a cuánto llega el paro juvenil, lo ha intentado averiguar, pero resulta que el Instituto Nacional de Estadística mete a los parados mayores de 24 años en una vastísima categoría de los 25 a los 54 -cosa que no hace con los "activos", desgranados en 25-29, 30-34, 35-39, 40-44, 45-49 y 50-54- y se pregunta si no será por lo deprimente que sería el resultado (hay por ahí estimaciones de la Comisión EE.UU.ropea y de la OIT que hablan de un 40%).
¿Mr. Brown va a hacer un llamamiento a que opositemos a funcionarios? Allá cada cual, pero... frío, frío. ¿Nos dedicamos a la "economía sumergida"? Obvio, que levante la mano quien no: a) dé clases particulares, lo haya hecho y/o tenga intención de ofrecerse; b) venda cosillas no-del-todo-legales (¿estábamos por la labor de ser sincer@s o no?); c) trabaje para alguna empresa "en negro"; etc. Pero no se puede tener a tanta gente "sumergida" tanto tiempo. Eso, por no hablar de que la opción b), en el caso de quienes se pasan de ambicios@s -o de tont@s- acaba en la cárcel y así estamos, que ya casi hay 80.000 personas, sólo en España, que ven a sus seres queridos por un cristal, un rato a la semana, si tienen seres queridos y si no están en aislamiento. En los últimos 27 años, la población de la "piel de toro" ha aumentado cosa de un 35%; la población de las cárceles de la piel de toro, algo más de un 450%. No, no es una errata, he escrito "35" frente a "450".
¿Nos quedamos, entonces, en casa de Mamá y Papá? Pongan en la balanza la disponibilidad de Mamá y Papá para hacerlo y, en el otro lado, su deseo/necesidad de autonomía personal y díganme uds.
Bueno, en todo caso, sabemos que somos una generación, en términos relativos, con poco dinero y mucho tiempo, ¿qué vamos a hacer? Pse, hay un 18% de coetáneos (de 15 a 34 años) que, al menos puntualmente, toman cinco o más vasos de alguna bebida alcohólica, seguidos, (eso dice el Observatorio Español sobre Drogas) y, aunque los datos son confusos, se está cociendo una bonita hornada (actualmente, son aún mozalbetes) de jo***os cerebrales que, en un par de décadas habrán dado su juventud por acabada o estarán en ello. Pronostico, deseando equivocarme, como "jo***os cerebrales" a esas decenas de miles de coetáneos, sin exagerar, que están metiéndose coca, anfetas y/o speed casi a diario, o sin el "casi". Los gremios de atención médica de urgencia y atención psicosocial os agradecen, probablemente, la apuesta por su pervivencia profesional, pero no hacía falta.
No se confunda esto con una especie de "manifiesto quejica de la juventud". En primer lugar, porque Mr. Brown no representa a la juventud ni a nadie que no sea él mismo y, en segundo, porque, frente al victimismo imperante y rampante, quien esto escribe procura predicar y practicar el pragmatismo. Vivimos en la mierda, sociopolíticamente hablando, y a tod@s nos toca nuestra parte; la de los jóvenes consiste en asumir el actual desorden de cosas con preocupante naturalidad y, a la vez, no tener tantos elementos para ser un@s resabiad@s y descreíd@s como quienes nos han precedido y siguen por aquí.
Este sistema -y, en especial, la forma que tiene actualmente- ha hecho de nosotr@s una generación con más tiempo libre y menos trabajo y dinero que la anterior, pero con las mismas expectativas de consumo. Eso va a suponiendo un conflicto bastante evidente en el modo de vida, mientras no encuentren un nuevo modelo de capitalismo (y puede que ni con eso lo eviten), están puestas las bases para que seamos la generacion más delictiva y/o la menos materialista en sus deseos de los últimos setenta años.
Queda en nuestras manos, no obstante, combinar con inteligencia los recursos de que disponemos para que esto no sólo no sea malo, sino que sea bueno: redescubrir un ocio menos basado en el dinero (y más en responder a "qué" queremos, "con quién", "cómo" liberar tiempo en vez de esperar a tener tiempo libre), redescubrir la cooperación, no sólo para ese ocio, también para la supervivencia y la solidaridad que necesita, la más elemental (incluida la ayuda a la hora de ejercer "la vida pirata", pagar cuanto menos posible por cuantas menos cosas posibles) y, esperemos que cada vez más, redescubrir la necesidad del contraataque. Porque si estamos limitad@s, es porque hay paredes, cercas y alambradas que nos limitan y antes o después habrá que coger cizallas, escaleras y arietes y hacer de verdad tabula rasa, que decía Descartes... y llegar más lejos, nadar más hondo, acaso volar, volar alto.

lunes, 14 de febrero de 2011

La muerte

No es mala. Todo aquello que es malo, lo es en un marco en que existe una alternativa que, en comparación, es buena. Existe una alternativa a morir a los 8, 22, 40 o 59 años, que es seguir viviendo hasta completar un ciclo vital aprovechable. ¿Cuánto es eso: 80 años, 85, 100... ? Imposible de determinar. Es imposible decir exactamente hasta qué momento la muerte es prematura y cuándo pasa la guadaña, simplemente, porque hay que cosechar en algún momento.
A largo plazo, todo es insostenible, incluida la vida (algo tan maravillosamente complejo y, por ende, vulnerable). No está de más recordarlo cuando se gastan millones en tratamientos (atención al adjetivo encubierto) "anti-edad". No vence un@ al tiempo dándose botox, tiñéndose las canas, untándose cremas o injertándose pelo. Mr. Brown, vitalista convencido, esboza una sonrisa de lástima mientras el más pueril de los miedos, el miedo a la muerte, se presenta como locomotora que empuja el tren de los beneficios de esas industrias y las Parcas nos recuerdan que lo único que tienen en común todas nuestras vidas es eso, que se acaban.
Lo injusto de la muerte prematura no está sólo en el dolor por la pérdida demasiado temprana de un ser querido... independientemente de que la persona desaparecida sea o no querida, hay algo insultante en la muerte, y mucho más cuando es prematura, y es que la vida sigue. Normalmente, esto es un consuelo, porque puede un@ seguir con su vida apoyándose en las demás facetas y, eventualmente, encontrando otras nuevas.
En cambio, nada de eso evita -más bien, es al contrario- la sensación de absurdo cuando la guadaña siega la vida de un amigo, una hermana, una hija, un padre... cada vez que eso ocurre, debería sacudirse la tierra, separarse una península, nacer una estrella, deberían abrirse los mares en dos y partirse el Sol por la mitad, trocarse la lava hirviente en escarcha o las costas ser devoradas a dentelladas por la jauría de un oleaje huracanado. La vida en este mundo jamás debería volver a ser igual.

viernes, 11 de febrero de 2011

En el eco del dolor, del odio, de la aceptación...

Un@ sabe lo que hace en la medida en que sabe qué consecuencias tendrá. Más allá de eso, se extiende el mundo de lo inesperado y, en lo que a la vida de Mr. Brown respecta, la última demostración de esto ha sido el, de momento, último relato publicado, Cicatrices.
Me escribe una coleguita -que quizá esté leyendo esto- preguntándome si conozco (y si no me habré inspirado en) el proyecto Forgiveness. Ahora, gracias a ti, sí. Y no puedo dejar de darlo a conocer, aunque sea por un medio tan humilde como esta bitácora -y como cualquier futuro escrito o conversación sobre el tema-. Porque, si la narrativa habla de todo aquello que podemos llegar a hacer-ser, la realidad nos permite demostrarlo y verlo en l@s demás. Así pues, os propongo empezar a conocer ese proyecto, como ella hizo conmigo, por la historia de Jo Berry y Pat Magee, hija de un político asesinado por el IRA provisional y responsable de ese atentado, respectivamente, y de cómo han llegado a conocerse (subrayo este verbo) más allá del dolor:
http://theforgivenessproject.com/stories/jo-berry-pat-magee-england/
Parecida, aunque difícilmente tan conmovedora, es la historia de José Antonio Gurriarán, el periodista español que, a raíz de ser víctima de una bomba puesta por nacionalistas armenios en Madrid hace treinta años, se convirtió en un gran conocedor, divulgador y defensor del reconomiento del genocidio armenio, como él cuenta en entrevistas como esta:
http://www.radical.es/informacion.php?iinfo=6678
Más allá de una historia y de un sistema económico-político presente que nos embrutecen y pretenden que legitimemos cualquier crimen en nombre de un cómodo silencio y que enarbolemos lo sufrido para menospreciar o desear el sufrimiento ajeno, más allá de esto, decimos, late la consciencia, sensata y sentimental, de que el odio puede ser comprensible, pero no nos hace vivir mejor.