martes, 31 de marzo de 2015

Impresiones de Montevideo

Si Uruguay tiene una imagen asociada, es la del paisito, la de un país pequeño, con características de pueblo a una escala mayor. Y, si algo transmite esa sensación, es la presencia del mate: lo que en Argentina, Paraguay o Rio Grande do Sul es un rito privado aquí, con la ayuda del omnipresente termo de agua caliente, es como un sempiterno biberón del que un@ nunca se desteta. En la calle, en el supermercado o en comisaría, en ninguna parte se interrumpen las mateadas, produciendo al extranjero la sensación de que todo el mundo está en su casa todo el tiempo.
Tal vez sea una cuestión de suerte, pero esa sensación de paisito también es alimentada por la hospitalidad con que he sido tratado por casi todo el mundo las dos veces que he visitado esta tierra.
Aparte de eso, Montevideo, pese a ser una gran ciudad (en torno a un millón y medio de habitantes), no es abrumadora: teniendo en cuenta las cantidades de casas bajas, edificios bajos y, en relativa escasez, edificios altos, parece mucho más desarrollada en horizontal que en vertical.
Veo lugares que recordaba, como la plaza Independencia, y otros que no había visto, como el bello Hospital Italiano o la plaza Matriz (oficialmente, «plaza Constitución») que, como buen visitante, me gusta, pero encuentro demasiado frecuentada por otr@s visitantes.
También paso por un barrio humilde, como es La Unión, y por Tres Cruces y Punta Carretas, sedes de la clase media montevideana. He tenido ocasión igualmente de pasar por la Ciudad Vieja, donde algunas localizaciones me llevan a Benedetti y La tregua (la c/ Brandzen, el cruce de Veinticinco con Misiones, donde no está el café de Santomé y Avellaneda y sí tres bancos y un ministerio) y de confirmar en Minas con 18 de julio que en Uruguay las pizzas sin queso son tan fáciles de encontrar como las otras.
Aquí también hay urbanismo del que rinde culto a dictadores (parque Gabriel Terra), pero he visto al menos dos pintadas y una pancarta en solidaridad con los detenidos en la «operación Pandora», una de ellas ante el bello edificio de la Universidad de la República.
No están en los nombres de las calles, pero en plena Unión, en la calle Rousseau, está la casa en que vivían los hermanos Moretti, Antonio y Vicente, anarquistas porteños más audaces que sensatos, que llevaron a cabo en la plaza Independencia, el 25-10-28, el atraco al Cambio Messina. Lo hicieron con tres españoles que habían llegado de Barcelona (Pedro Boadas Rivas, Agustín García Capdevila y Tadeo Peña) y, aunque desconozco el desarrollo de los hechos, el resultado fue una escabechina: hirieron de gravedad a dos transeúntes (hay quien habla de un tercer herido), mataron al propietario del cambio, mataron a un empleado y mataron al taxista que les había llevado. En poco más de una semana, la casa de la calle Rousseau sería asediada por doscientos o trescientos policías, según la versión, y todos caerían detenidos, salvo Antonio Moretti, que quemó el botín del atraco y se voló la cabeza. Miguel Arcángel Roscigno, que no había querido participar en aquello y lo había desaconsejado, tendría que poner tierra de por medio.
En un lugar algo más céntrico, Monte Caseros con el bulevar Artigas está el lugar donde mataron al comisario Pardeiro un 24-2-32. Otros fueron los condenados, pero es probable que los verdaderos responsables fueran Luis Armando Guidot y el novelesco Bruno Antonelli Dallabella, alias Faccia Brutta («cara fea») inmigrante italiano de la vecina argentina que, como otros paisanos suyos, tenía un pie en el anarcosindicalismo y otro en la Cosa Nostra. Faccia Brutta, al que se daba mucho mejor cometer atracos y salir indemne que hablar castellano, acabó de todos modos en la cárcel y allí le matarían otros reclusos. Un estudio de Hollywood estaba interesado en hacer una película sobre su vida y se dice que quienes le conocían temían que la vanidad le hiciera perder la discreción.

En Punta Carretas, la antigua cárcel, sede de la histórica fuga tupamara de 1971 y de la menos conocida de los anarquistas de 1931, es ahora un centro comercial («Punta Carretas Shopping»). En frente, en el 2529 de Francisco Solano García, una tienda de ropa donde estuvo la carbonería (El buen trato) que José Baldi («Gino Gatti») compró para cavar, con otros tres compañeros, un túnel -según quién lo cuente- de entre 43 y 54 metros de longitud (ver foto) con el cual sacar de prisión a Roscigno.

Habían dejado una nota en la boca del túnel «Son ácratas aquellos que lo demuestran con los hechos y no con las palabras».
Tanto Roscigno como Moretti fueron detenidos de nuevo (por un chivatazo) en cuestión de días y prefirieron ir a la cárcel en Uruguay que a manos de la policía argentina. De poco parece haber servido: tras cumplir una nueva condena, al acabar 1936, Roscigno, Andrés Vázquez Paredes y otro de sus compañeros fueron liberados y entregados a la policía argentina que, en un anticipo de lo que vendría décadas después, los desapareció.

lunes, 23 de marzo de 2015

Impresiones de Buenos Aires (IV)

Aún hoy día abundan las pintadas y pegatinas con referencias a Perón y/o Evita. Para colmo, hay elecciones generales en el horizonte y el sucesor de Cristina Fernández se ve apoyado por todo un imaginario que idealiza a la todavía presidente y, sobre todo, al difunto Néstor Kirchner, convertido por algunos en un submito dentro del mito peronista que irradiaría a su viuda y a cuantos se hayan relacionado con uno u otra.
Otra cosa que me sorprende de la población porteña es el número de andin@s. Me pregunto cuánt@s serán argentin@s (salteñ@s, tucuman@s,etc.) y cuánt@s, inmigrantes venidos de Bolivia o más allá. En todo caso, su presencia me reconforta: no soy el único exótico, no soy el único que habla-castellano-pero-raro.
Mi visita al cementerio de la Chacarita, construido por el mencionado desborde de otros cementerios a partir de 1871, ha sido un tanto frustrante. Resulta que cierra a las 17.00, resulta que entre sus numerosas calles, la que yo busco no parece existir, resulta que el que podría ser el sepulcro que he buscado, el de Wilckens, no tiene ninguna inscripción ni homenaje de ningún tipo, no puedo confirmar ni desmentir el haberlo encontrado. Tampoco tengo tiempo para casi nada. Es una cálida tarde de verano y es extraño estar en un cementerio. Dos chicas jóvenes están sentadas ante una tumba y parecen conmovidas, yo me siento un poco intruso y, a la vez, me pregunto por todas las tumbas que se ven deterioradas o medio hundidas, ¿no queda nadie vivo que se ocupe de ellas?
En general, parece que mi habitual relación con l@s muert@s es más difícil por aquí: Alejandra Pizarnik está enterrada en las afueras (cementerio judío de La Tablada, leo), Baldomero Fernández Moreno, otro tanto (Chascomús, leo), el doctor Favaloro, en un cementerio privado y Aldo Pellegrini... ni la más remota idea.
El barrio de la Chacarita, o al menos la parte que he visto, parece muy comercial: en frente del cementerio hay no pocos bares y tiendas, pero el trozo que recorro de la avenida Warnes (donde trabajaba Gekrepten, me recuerdo) está temáticamente dedicado a la automoción: los talleres mecánicos y tiendas de repuestos se suceden uno detrás de otro, ¿no los habrá en el resto de la ciudad?
La avenida Dorrego no me parece mucho más acogedora y, de hecho, en torno a la estación de tren de Chacarita empieza una zona de casitas bajas, casi chabolas, y, al pasar por el túnel bajo las vías, encuentro la correspondiente concentración de hollín. Al salir al otro lado del túnel, vuelven los parques y las calles de aire más residencial.
He dado vueltas por el sur de Almagro, buscando los antiguos cines míticos del barrio, en Rivadavia, Corrientes y Díaz Vélez, pero ya no existe ninguno. De nuevo, Rayuela es una de las cosas que me ha llevado allí (habla del cine Presidente Roca, entre otros), igual que a la calle Suipacha (casi toda en el centro histórico), pero allí ya sé que no voy a encontrar el café Richmond porque cerró tiempo ha.
En cambio, ir más al centro, al barrio de Caballito, buscando, entre otras cosas, la cortazariana plaza de Irlanda, me ha dado un agradable paseo por calles como Neuquén o la avenida de Avellaneda. Me temo que el nivel económico por aquí, eso sí, sea más alto que la media porteña (y aún estaríamos hablando de una media).

Nota: la foto muestra a Salvadora Medina Onrubia. No he hablado de ella en esta entrada, ni en ninguna otra, pero tiene su relación... y sé que volverá a venir al caso.

jueves, 12 de marzo de 2015

Impresiones de Buenos Aires (III)

Por todas partes gotean aparatos de aire acondicionado. Hay muchos coches antiguos, tanto en uso como abandonados. Algunos, más o menos antiguos, están clamorosamente abandonados: chapa oxidada, basura en el interior, etc. También hay muchos perros callejeros. Pienso en que quizá tengan una vida dura, quizá propaguen parásitos o dejen más mierda, pero hay más perros vivos. La asepsia canina de ciudades como Madrid o Barcelona, me recuerdo a mí mismo, se basa en una política de exterminio constante, púdicamente llevada a las perreras.
Parques, setos y verdor por todas partes. Sigo buscando tras las huellas del movimiento obrero argentino y no siempre encuentro lo que busco. Hay un poco de césped en el antiguo solar del número 1056 de la calle Estados Unidos, sede de un local anarquista en otros tiempos, en una zona visiblemente proletaria del barrio de Monserrat. Voy a Balvanera, otro barrio humilde y donde me han recomendado ir únicamente de día y con cien ojos y busco en los alrededores de la plaza Miserere (antiguamente «plaza Once»), donde se encontraba la sede del combativo Sindicato de Panaderos. Allí se libró una batalla clave el 19 de junio de 1923 que acabó con el panadero español Enrique Gombas muerto con varias balas en la cabeza, un vendedor de fainá, Francisco Facio, muerto bajo los cascos de los caballos de la policía, el agente de la ley José Arias, herido de muerte por bala y hay otros 17 trabajadores heridos graves de bala y/o sable y 163 detenidos, por lo general sableados también en alguna medida (un panadero, por ejemplo, con la nariz partida en dos).
Para llegar allí he tenido que cruzar buena parte de Almagro por la calle Anchorena (recuerdo a Horacio Oliveira diciendo «no sé si te acordás de cuando practicaba judo con los muchachos de la calle Anchorena») y me gusta. Me sorprende la cantidad de judí@s practicantes que veo por Buenos Aires y, en esta zona, much@s no sólo llevan kipa, sino todo el atuendo hasídico: pantalón, chaqueta y sombrero negro, para los hombres, faldas largas y el pelo cubierto por un pañuelo o una peluca, para las mujeres (al menos, creo que ese es el caso de las casadas). Aquí hay también muchos comercios más o menos especializados en el público judío (librerías, alimentación... me sorprende que muchos usen la variante “casher”, como en francés) y algunos edificios más importantes (escuela talmúdica, etc.), protegidos por bolardas de cemento y policía. Desmintiendo los tópicos, es un barrio con mucha población judía, pero no adinerado (a diferencia de lo que pasaba en Montréal con Hampstead y Outremont). Más tarde aprenderé un agradable detalle de la alimentación kosher: al tener prohibido comer lácteos y carne en la misma comida, han desarrollado toda una gama de helados sin leche que, a su vez, han traído a gran parte de l@s vegan@s de Buenos Aires a las heladerías kosher, lo que les ha reafirmado en la oferta vegana. He probado una heladería kosher de la zona y no tengo queja, francamente.
El trozo de la calle Bartolomé Mitre más cercano también está lleno de verde. Los antiguos talleres Vasena, ocupado por sus obreros en 1919 y desalojados violentamente, dando comienzo a la «semana trágica», son ahora un parque, aunque se han conservado trozos de tres muros a modo de memorial. Cerca hay unas cocheras coronadas por alambre de espino y, de alguna parte, llega el olor de un fuego.

El barrio de Parque Patricios no parece muy residencial, más humilde, todo parece más deteriorado y precario. Entre las calles Pichincha, Santa Cruz, 15 de noviembre de 1889 y la avda. Caseros está la doble cárcel de encausados. Es un doble monumento histórico: la primera, en este sentido N-S en que voy, es la más reciente y que sólo estuvo en uso de 1979 a 2001, un edificio visiblemente clausurado y rodeado de una acera descuidada. El segundo, una cárcel decimonónica, también clausurada, medio corroída por su antigüedad y por su abandono y gloriosamente invadida por plantas. Allí pasó sus últimos días Kurt Wilckens y allí lo mató el ultraderechista Jorge Pérez Millán Temperley, miembro de la Liga Patriótica Argentina y a la sazón funcionario de prisiones.
Justo en frente hay otro parque, de los grandes, el Florentino Ameghino –antiguo cementerio, desbordado por la epidemia de fiebre amarilla de 1871, he leído– y, como nueve manzanas al sureste, en el 375 de la calle dr. Carrillo, el antiguo hospicio de las mercedes, hoy Hospital José T. Borda, donde se solía llevar a los condenados con problemas mentales. Allí llevaron a Pérez Millán Temperley a cumplir 8 años de condena por matar a Wilckens. Allí se hizo trasladar Boris Wladimirovich, novelesco anarquista ruso que cumplía condena en Ushuaia, haciéndose el perturbado, para poder vengar a Wilckens, con la complicidad de sus compañeros Timofey Derevianka (ucraniano) y Eduardo Vázquez Aguirre (español). Consiguieron que otro condenado del hospicio, Lucich, matara al ultranacionalista y quedaron impunes, al haber atado todos los cabos. De no haberlo conseguido, tenían un sutilísimo plan B: Vázquez y Derevianka entraban en el hospicio, se llevaban a Pérez Millán Temperley a punta de pistola a la plaza de Mayo y allí lo colgaban.
Es el barrio de Constitución y, al menos esta parte, parece más tranquila, pero también poco poblada, entre el hospital, una fábrica y similares. Cuando empiezo a recorrerlo en sentido norte, en la transición hacia el de Monserrat, me encuentro lo que parece un barrio proleta con riadas de gente en torno a comercios sencillos, olores y ruidos por todas partes y una fuerte concentración de mujeres y personas transgénero prostituyéndose.
Eso me hace pensar en los papelitos (tamaño A8, o menos) que anuncian los servicios de las prostis: los hay millares por buena parte de la ciudad, pegados en largas filas en contenedores de basura, marquesinas y similares.

lunes, 9 de marzo de 2015

Impresiones de Buenos Aires (II)

Me alejo hacia el noroeste, buscando Palermo, y voy pasando más verdor: parque de Las Heras, el Jardín botánico, ... Ahora no hay librerías, hay un mercado de libros al aire libre. Cuando hablo con gente de aquí, me siento muy inseguro: compartimos miles de palabras, pero muchas no significan lo mismo. En otro orden de cosas, casi toda la moneda que veo son billetes, los hay hasta de cinco pesos (unos cincuenta céntimos).
Al recorrer el mercado de libros he pasado en frente de la SRA (Sociedad Rural Argentina) y ahora llego a la calle Fitz Roy, casi en la esquina con la avenida Santa Fe, donde el también anarquista Kurt G. Wilckens hizo justicia del también asesino Varela, verdugo de unos mil quinientos huelguistas en la Patagonia (para alivio de los terratenientes de la SRA) en el verano de 1921-22. El edificio de la dirección de Varela no es el mismo (demasiado reciente), el del zaguán donde Wilckens le salió al paso, tampoco, e incluso el árbol que hay delante es demasiado joven para ser el mismo al que Varela, moribundo por la bomba, se abrazaba mientras intentaba desenvainar su sable y maldecía al alemán y este, arrastrándose con la piernas medio destrozadas por su propia bomba, sacaba una pistola para rematar lo empezado. Ahora veo una pastelería, una (otra) librería, etc. pero casi puedo ver a Wilckens («espíritu sereno y demoledor», diría Severino Di Giovanni) en el suelo, tendiendo educadamente a los testigos la pistola, con la culata por delante, y diciendo en castellano aproximativo «He vengado a mis hermanos».

Como no sólo de historia vive el hombre, punto y aparte. A una manzana hay una tienda de comida vegana casera y, ya con provisiones, sigo marchando. Hay una calle Jorge Luis Borges que nace o desemboca en la plaza Julio Cortázar, me pregunto qué les parecería a uno y otro esa conexión, de haberla conocido. Tengo la impresión de que el cronopio era más humilde, pero quizá sea una cuestión de simpatía personal y afinidad política, quién sabe.
Ayer vi la calle Dellepiane (militar verdugo de huelguistas en la «semana trágica» de 1919) y esta mañana he visto las que recuerdan a Yrigoyen (el presidente que no supo o no quiso evitar aquella orgía de sangre, ni la de la Patagonia) y a Uriburu (militar que depuso a Yrigoyen y se erigió en dictador, y cuyo rodillo represivo terminó de aplastar el poderoso movimiento sindical argentino de los años 10 y 20), ahora encuentro otra muestra de mitología nacional: ayer vi la calle «Antártida argentina» y hoy la plaza «campaña del desierto». Aquí se suele hablar de una «conquista del desierto» (1879-1885 serían sus años de auge) como en Israel se habló de una «tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», no porque sea cierto, sino porque es más agradable. Esa campaña o conquista del desierto (que tuvo su paralelo en Chile) consistió en un ataque militar, donde también participó Falcón, contra los indios del centro y sur de Argentina tan fuerte que consiguió en treinta años lo que el imperio español no había conseguido en trescientos. Conocemos menos a los patagones y mapuches que a los sioux o apaches, pero el caso es que esa gente fue diezmada, aplastada y acomplejada hace pocas generaciones.

domingo, 1 de marzo de 2015

Impresiones de Buenos Aires (I)

Por lo visto hasta ahora, esta ciudad me parece una capital europea. El centro histórico me recuerda más a París o Madrid que a Montevideo, las callecitas del barrio de Palermo, que imagino haciendo babear a l@s modern@s del Norte, me recuerdan más a partes de Londres como Camden que a otra cosa. Tampoco hay que tirar tanto de comparaciones; esta es la ciudad con más librerías que he visto en mi vida, creo (ah, ¿eso no es una comparación?). Probemos esto: pese a ser una gran (enorme, gigantesca, etc.) ciudad, conserva bastante verde, en muchos lugares hay palos borrachos y gomeros de raíces hercúleas. Cada dos por tres huele a pizza en algún horno o a una hierba que conozco, pero, pese a mi esfuerzo, no reconozco (¿sabina?). Pese a la enorme cantidad de urbanismo en cuadrícula, consigo despistarme varias veces por mi extraño mapa –no tiene arriba el norte, sino el sur-suroeste– y el Sol, que a mediodía llega tan arriba que es imposible decir qué es el norte y, por extensión, todo lo demás.
Hay edificios tan imponentes como el de la Secretaría de comunicaciones (justo antes de llegar a la Casa Rosada por la av. Eduardo Madero), la Facultad de ingeniería de la UBA o el Palacio Sarmiento, pero me los encuentro más de lo que los busco. En cambio, me alejo de la plaza de Mayo por la avenida de ídem buscando la cafetería Iberia, bastión de los emigrantes y exiliados españoles de cuatro generaciones. Bingo. Se me aparece delante, en la esquina con la calle Libertad (amén), con una reciente placa que recuerda a los cientos de argentin@s que combatieron contra Franco.
Me pierdo entre Recoleta y Retiro y entre calles que podrían pertenecer a cualquier otra capital occidental, llego al cruce de Callao con Quintana, donde Simón Radowitzky ajustició al coronel Falcón (1909), famoso por haber reprimido a tiros el meeting del 1º de mayo en la llamada semana roja (al menos 14 muert@s y 80 herid@s, activistas detenid@s, deportad@s, etc) y antes, haber desahuciado (¿os suena, paisan@s?) a inquilin@s en huelga con cañones de agua casi helada. Falcón tiene una placa que le recuerda como «guardián del orden» (salpicada de pintura roja, que le recuerda aún más) y, a pocas manzanas, una estatua. Radowitzky tiene un pedazo de su alma impregnando el penal subpolar de Ushuaia y el eco de un rugido de todas las movilizaciones por su libertad durante 21 años de presidio: manifestaciones, huelgas, la infiltración de Miguel Arcángel Roscigno en el cuerpo de funcionarios de prisiones para intentar sacarle de allí, su bomba en el domicilio del director del penal, …
Doy vueltas por los (muchos) parques de plaza Francia y alrededores y sigo pensando en las cuatro vidas de Radowitzky, niño y adolescente ucraniano, luchador anarquista y preso en Argentina, brigadista en España, exiliado en México.