Después de cuatro meses, nos toca volver a hacer las maletas y emigrar a tierras más propicias. Propicias para determinadas oportunidades... porque, para la aventura, tanto podrían serlo estas como aquellas, eso nunca se sabe y son pocas las pistas que podrían permitirnos predecir qué lares son más fecundos en ese sentido, visto que apuntan en varias direcciones.
El balance de estos cuatro meses tiene partes buenas, por cuanto hemos vivido cosas interesantes, vuelto a compartir tiempo con quien queríamos y superado algunas asignaturas pendientes (verbigracia: leer, de principio a fin, La broma infinita, asunto que ocupará una entrada más temprano que tarde). Poco amigos de la complacencia, también tenemos que reconocer que nuestros proyectos literarios han avanzado a una velocidad terriblemente lenta y que, en general, el nivel de actividad desplegado no ha sido tremendo y, sin embargo, ha ido de la mano de una gran, neurotizante ansiedad.
«Nuestro peor enemigo seguimos siendo nosotros mismos» cantaban Hechos contra el Decoro con Habeas Corpus hace ya más de diez años y parece que era cierto.
Este balance, positivo en cuanto al viaje (de retorno) exterior, a volver a nutrirme de aquellos y aquello que necesito, resulta ser malo tirando a desastroso en lo referente al viaje interior. El tiempo corre (en contra), la vida pasa y no queremos volver a encontrarnos así, un poco mayores, con los dientes más apretados, pero igual de dubitativos y confusos.
A punto de volver a dejar España («la vieja perra, ingrata», que dirían los tercios de Pérez-Reverte), nos negamos a ceder a la tentación del determinismo, en lo personal como en lo colectivo. Lo explicaba de manera más honda Apología y petición, la sextina inmortal de Jaime Gil de Biedma que transcribimos a continuación: estamos jodidos, pero no condenados.
Este balance, positivo en cuanto al viaje (de retorno) exterior, a volver a nutrirme de aquellos y aquello que necesito, resulta ser malo tirando a desastroso en lo referente al viaje interior. El tiempo corre (en contra), la vida pasa y no queremos volver a encontrarnos así, un poco mayores, con los dientes más apretados, pero igual de dubitativos y confusos.
A punto de volver a dejar España («la vieja perra, ingrata», que dirían los tercios de Pérez-Reverte), nos negamos a ceder a la tentación del determinismo, en lo personal como en lo colectivo. Lo explicaba de manera más honda Apología y petición, la sextina inmortal de Jaime Gil de Biedma que transcribimos a continuación: estamos jodidos, pero no condenados.
Apología y petición
¿Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos
los demonios
en donde el mal
gobierno, la pobreza
no
son, sin más, pobreza y mal gobierno
sino un estado
místico del hombre,
la absolución final
de nuestra historia?
De todas las historias de la Historia
sin duda la más
triste es la de España,
porque termina mal.
Como si el hombre
harto ya de luchar
con sus demonios,
decidiese
encargarles el gobierno
y la administración
de su pobreza.
Nuestra famosa inmemorial pobreza,
cuyo origen se
pierde en las historias
que dicen que no es
culpa del gobierno
sino terrible
maldición de España,
triste precio pagado
a los demonios
con hambre y con
trabajo de sus hombres.
A menudo he pensado en esos hombres,
a menudo ha pensado
en la pobreza
de este país de
todos los demonios.
Y a menudo he
pensado en otra historia
distinta y menos
simple, en otra España
en donde sí que
importa un mal gobierno.
Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio
de los hombres
y no una metafísica,
que España
debe y puede salir
de la pobreza,
que es tiempo, aún
para cambiar su historia
antes que se la
llevan los demonios.
Porque quiero creer que no hay demonios.
Son hombres los que
pagan al gobierno,
los empresarios de
la falsa historia,
son hombres quienes
han vendido al hombre,
los que han
convertido a la pobreza
y secuestrado la
salud de España.
Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba
hasta el gobierno.
Que sea del hombre
el dueño de su historia.
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