martes, 23 de octubre de 2012

Un día normal

Llego a la estación casi un cuarto de hora más tarde de lo que querría y, por un “por si acaso” muy hipotético, miro la pantalla con los próximos trenes. Bingo: el azar ha querido que mi tren lleve 20 minutos de retraso; habiendo casi un tren cada hora para volver a casa, es un golpe de suerte. Veo gente andando de aquí para allá, un soldado patrullando un andén con su metralleta, todo relativamente normal.

El tren está bastante vacío, puedo sentarme e incluso elegir un asiento con enchufe para mi ordenador. Cuando acabo de sentarme, sube otro pasajero: dice que el tren aún tardará mucho en salir (unos minutos después veremos que se equivoca). Dice que el tren va con retraso porque un tipo se ha suicidado arrojándose a la vía, ese es mi golpe de suerte.

La rumorología dice que ocurre más a menudo de lo que pensamos, que los “incidentes técnicos” del metro, a menudo, son cadáveres o personas que intentaban convertirse en cadáveres. Es la primera vez en mi vida que no es una hipótesis, sino una información supuestamente fiable… no me paro a preguntar al tipo quién se lo ha dicho, dejémoslo en “supuestamente”. Siento que no puedo, simplemente, sentarme a esperar que despejen la vía para poder volver a mi casa y seguir con mi vida. Inmediatamente, pienso algo como “Oh, sí, ve al otro lado del tren, a ver si el cuerpo aún está ahí, a ver si hay o no manchas de sangre. Eso os será muy útil a ambos, al muerto y a ti”. Así que me quedo en el asiento dejando que este torrente de mierda me recorra, viendo hasta qué punto puede quedar uno atrapado por algo tan aparentemente sencillo como eso: cómo es que la vida sigue pese a que algunos se tiren –o se caigan– de este tren. Ya hablé de eso hace un tiempo, no he descubierto nada desde entonces. Yo sólo iba a coger un tren para volver a mi casa, en el culo del mundo, pensando en Alejandra Pizarnik y las cosas tan potentes que escribió sobre la melancolía, años antes de saltar por la ventana de su casa, en lo que escribió Wallace sobre la depresión y el suicidio más de doce años antes de colgarse él mismo. Hace cuarenta años de lo uno y cuatro de lo otro, ¿y qué? ¿Qué más? Estoy satisfaciendo mi necesidad de poner esto por escrito, pero ¿eso es todo lo que sé hacer con esto: una especie de entrada para la enciclopedia del dolor del mundo? ¿Puedo dejar de escribir porque ese otro pasajero tal vez se haya equivocado, quizá ha creído que le hablaban de un muerto y lo ha entendido mal o porque tal vez sea un fabulador y se lo haya inventado todo? ¿Puedo seguir escribiendo sobre lo absurdo de la vida sólo porque la tragicomedia del mundo, con su horror, su humor, sus banalidades y todo lo demás, parece haberme salpicado un poco más que de costumbre?