sábado, 3 de agosto de 2013

Una de las muchas maneras desagradables de morirse que hay en Madrid

Para mí, el Azul fue uno de los cines de la Gran Vía, aquel en el que vi Cristal oscuro poco antes de cumplir los 13, según me recuerda mi colección de entradas, que recopila diez años.
Hoy día, el local, el 76 de Gran Vía, es un restaurante más de la cadena TGI Friday's, pero hace unos meses supe que también fue escenario de uno de tantos episodios de una Transición que, nos dicen, fue modélica y que, lo sabemos, lo vivimos, ha sido la triste reconciliación entre «los que quisieron ganar y los que quisieron perder, los que mataron a Lorca y los que mataron a Nin» para evitar a cualquier precio salir de la triste normalidad.

Dicho apaño fue bruñido con la sangre de mucha gente y, entre ell@s se contó Jorge Caballero. Jorge tenía 21 años el 28 de marzo de 1980, era anarquista y militante de la CNT y, no contento con serlo, llevaba una insignia que le delataba, no sé si un pin o una chapa, con la A circulada o tal vez el símbolo del anarcosindicato (también depende de la versión). Cuando una banda de una decena de matones de la ultraderecha vio esa insignia, saliendo Jorge y su compañera del cine Azul, se ganó una paliza con puñetazos, patadas, estacazos, porrazos y, en fin, un cuchillo de monte que le atravesó un pulmón y el hígado. Como en otros ataques fascistas de la época, de poco sirvió la ayuda que la chica consiguió, pues Jorge murió en el hospital diecisiete días después, pero a los asesinos les vino muy bien la ayuda de las instituciones.
Tras ser detenidos, la mitad fueron liberados sin cargos y, del resto, a los dos que eran hijos de militares les fue también levantado el procesamiento, de modo que quedaron sólo dos pobres diablos para cargar de facto con el muerto, porque el autor de la puñalada, José Juan o José Antonio (también en esto varían las versiones) Llobregat Ferré, Pepe el Loco, desapareció entretanto de España dicen que con ayuda‒ por muy imputado que estuviera y no se le ha vuelto a ver por la «piel de toro».
Los magistrados de la Audiencia Provincial de Madrid, no contentos con evitar responsabilidades a según quién, dilataron el proceso cuanto pudieron y pidieron una gran suma de dinero como fianza para la acusación. A los dos cómplices, en cambio, se les condenaría en 1987 y a sendas multas de 50.000 ptas por «desórdenes públicos». La policía, por su parte, trataría a los ultras detenidos con comprensión y hasta les invitaría a beber un poco de vino (¿¡!?) y, en las dos ocasiones en que enlaces austríacos de Interpol les informaron de haber localizado a Pepe el Loco en Viena, sus homólogos españoles decidieron... nada. Ni comunicaron lo sabido a la acusación o a nadie ni respondieron hasta un mes más tarde.
No hemos encontrado ninguna confirmación sobre el paradero posterior de Llobregat Ferré, que, según un comentario anónimo en Internet, habría reaparecerido sucesivamente en Venezuela (donde habría intentado matar a otra persona, también de una puñalada), República Dominicana y México, donde dice el anónimo comentador que seguía viviendo hace unos años, con mujer, dos hij@s y una empresa financiada por sus padres.

Así pues, en estos tiempos en que se supone que los malos malísimos a quienes no hay que dar asilo son los Cesare Battisti y Julian Assange, los Joxean Zurutuza y Edward Snowden, se entera uno de esto. Uno, eternamente frustrado por no poder oler la sangre del pasado, por rastrear ¿demasiado o demasiado poco? las pisadas de hollín, grasa y dolor de la historia chica, descubre que la sangre derramada ante el Azul, como en Aluche y en Vallecas, en Santa María de la Cabeza y el bar San Bao como en Malasaña, deja una pista que lleva al exilio tranquilo que los más fieros franquistas de segunda generación se montaron en Latinoamérica con la complicidad de funcionarios españoles y latinoamericanos (especialmente, paraguayos) y ultras italianos.