sábado, 30 de junio de 2012

Sonreír a la Muerte (II), escupir a sus emisarios

La gracia de sacar a colación a Georges Cadoudal (1771-1804) no está en reivindicar sus ideas monárquicas o extendernos sobre la Revolución Francesa y la guerra civil de facto que supuso en buena parte del país -especialmente en el oeste-, sino en reconocer lo aguerrido y digno de algunas de sus actitudes y sorprendernos de lo novelesco del personaje.

Nacido en la Bretaña profunda en una familia de campesinos prósperos, Cadoudal apoyó la revolución en sus (moderados) inicios, cuando tenía más de proyecto socialmente reformista y jurídicamente constitucionalista que de república lanzada a la carga contra todo lo que le hiciera la competencia (la Iglesia, el autogobierno de cada señorío, etc.), pero se opuso a ella según el proceso se profundizó y se convirtió en uno de los líderes de la chouannerie, el alzamiento de partidas guerrilleras que tuvo a la Bretaña como escenario principal.
A diferencia de otros que se exiliaron en el Reino Unido y se distanciaron de su causa para convertirse en figuras de los cenáculos londinenses, Cadoudal, de carácter y físico fuertes, volvió una y otra vez a su tierra para capitanear la lucha y organizó el antepasado más claro de los actuales atentados con coche-bomba (el llamado atentado «de la máquina infernal», en la navidad de 1801), contra Napoleón, a quien había conocido antes en circunstancias más conciliadoras. El corso había quedado impresionado por el bretón, quien dejó dicho que lamentaba no haber asfixiado entre sus brazos a aquel «hombrecillo» y Cadoudal aún buscaría entre algunos republicanos, sin éxito, improbables aliados para una vaga conjura antibonapartista.
Cuando le intentan arrestar, dispara contra los policías e, incluso sin munición, hacen falta varios agentes para reducirle, pues lucha como un oso. Una vez que le han hecho prisionero, los policías supervivientes le recriminan haber dejado huérfanos a niñ@s y viudas a mujeres, a lo que replica «La próxima vez, envíenme a solteros». Reconoce su responsabilidad en los hechos de los que se le acusa, pero se niega a proporcionar información y, cuando se le propone que pida la conmutación de la pena de muerte -se cree que Bonaparte estaba dispuesto a concedérsela-, se niega a hacerlo si no se le garantiza que aquellos once de sus subalternos que han sido condenados a muerte con él y no indultados se salven también de la guillotina. Visto que no se le da tal garantía, se niega a solicitar la conmutación y, ya en el cadalso, pide -contra el protocolo- ser el primero en ser ejecutado, de modo que sus hombres sepan que no van a emprender el último viaje sin él.
La noche antes, en la celda, ironizaría sobre su éxito: «Vinimos para darle a Francia un rey y lo hemos hecho mejor: le hemos dado un emperador».

domingo, 17 de junio de 2012

Esos escritores...

De nuevo, no tenemos por aquí mucho que contar al lector.
Sumidos en un marasmo existencial del que ya se verá qué sale, no tenemos nuevos relatos o poemas que ofrecer, ni tiempo para dedicar a alguna historia intrahistórica, ni ninguna reflexión interesante que proponer (pese a andar en una danza casi compulsiva entre Wallace, los cínicos, Cioran, Michael Ende, Pessoa y algo de Nietzsche).

En cambio, rescatamos de nuestra colección de fragmentos leídos interesantes uno que releímos hace poco y que es, quizá, la mejor muestra del amor por la literatura que destila el capítulo al que pertenece y toda la novela Brooklyn Follies:

No había normas en lo que se refería a escribir, afirmó. Cuando se consideraba la vida de poetas y novelistas, se acababa frente a un absoluto caos, una infinita sucesión de anomalías. Eso se debía al hecho de que escribir era una enfermedad, prosiguió Tom, algo así como una infección o gripe del espíritu que podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado. Al joven y al viejo, al fuerte y al débil, al borracho y al sobrio, al cuerdo y al loco. Echa un vistazo a la lista de los gigantes y semigigantes, y descubrirás a escritores que siguieron todo tipo de tendencias sexuales, que asumieron todas las posiciones políticas, que mostraron todas las facetas del espíritu humano: del idealismo más noble a la corrupción más insidiosa. Eran criminales y abogados, espías y médicos, soldados y solteronas, viajeros y enclaustrados.

Paul Auster, Brooklyn Follies, traducción de Benito Gómez Ibáñez, pág. 154