viernes, 30 de septiembre de 2011

Timothy McVeigh como verdad (o lo que sea) incómoda

Hablemos de cosas desagradables. Sí, en serio, una vez más, por ese aprecio que, el lector sagaz ya lo habrá apreciado, profesa un servidor por la honestidad y el afán de decorar la verdad con las menos hipocresías posibles.
En este caso, quiero hablar de Timothy McVeigh (1968-2001), pero, sobre todo, le voy a dejar a hablar a él. Para ser sinceros, a la correspondencia que mantuvo con el escritor Gore Vidal y, más concretamente, al artículo de Vanity Fair en que este sintetizó lo aprendido, digamos, de McVeigh.
Lo que yo tengo que decir del hombre del atentado de Oklahoma es poco. Lo que hizo fue monstruoso... pero para un veterano de guerra, no es para tanto. En un primer momento, eso es lo desagradable, imagino, para el estadounidense medio, que McVeigh entra difícilmente en la anomalía social: blanco, de ascendencia irlandesa, de familia cristiana y, para colmo, veterano de la guerra del Golfo Pérsico. Demonios, tendría que ser un héroe en los periódicos... en cambio, puso un camión bomba que mató a 168 personas e hirió a muchas más.
Y, encima, se ponen Vidal y él a cartearse y resulta que es un chico civilizado. No parece el clásico villano de cine con un intelecto hipertrofiado y retorcido, ni un paleto erostratista y vociferante buscando salir en el Libro Guiness de los records. Es uno de entre miles de estadounidenses paranoicos con respecto a las intenciones del gobierno Clinton e indignado ante sus excesos represivos en Waco y Ruby Ridge. Este quizá esté más solo en el mundo y más obsesionado con los mitos del nacionalismo estadounidense (el derecho a portar armas, la Declaración de Independencia) que la mayoría, pero no es un ave tan rara... ese es el colmo de su historia y del intercambio epistolar con Vidal que la contiene: el joven no se muestra arrepentido, tampoco pide clemencia alguna de cara a su condena a muerte, no lanza revelaciones mesiánicas ni verdades absolutas, sólo desgrana, con sus modales de buen chaval, qué le ha llevado hasta ahí y, aunque su lógica política sea ciertamente perversa (aquello de "fines y medios", ya saben), el chico, según dijo el psiquiatra forense que le vio, no padecía otra cosa que "un exagerado sentido de la justicia".
Exactamente tres meses antes del 11 de septiembre de 2001, Timothy McVeigh se convirtió en el mártir de su causa que había querido ser y una inyección letal, muerte administrada por burócratas y debidamente legislada, le envió al lugar que la Ciudadanía Bienpensante reserva para casi todos los vivos y para todos los muertos: el olvido. Para quien no se resigna a entrar en ese rebaño, queda, a nueve páginas, el artículo de Gore Vidal (en el original inglés, me temo):

http://www.vanityfair.com/politics/features/2001/09/mcveigh200109?printable=true&currentPage=all

martes, 27 de septiembre de 2011

La honestidad como ejercicio de boxeo

Eugenio Montes no le tenía ningún odio a Ridruejo, eso que vaya por delante. Me refiero, claro, a don Dionisio Ridruejo, el de hoy soy falangista y promuevo la División Azul, mañana me mosqueo con Franco porque veo que es un encantador de serpientes, pasado me voy de España y al otro me hago una figura de la "oposición democrática"...
A Montes, que sobrevivió a Ridruejo hasta 1982, no le conozco más trayectoria política que la de la Falange Española (en la que estuvo desde el principio), luego FE-JONS y luego FET-JONS, pero Ridruejo contaba de él, en sus Casi unas memorias, lo siguiente:
"En mi primer reencuentro con Montes, en Valladolid y en hora muy temprana de la guerra civil, le vi preocupado y dolido por las cosas crueles que sucedían. Se mataba. Y se fue a Cáceres, donde aún estaba su paisano y conocido -el jefe supremo, aún no del todo proclamado- para pedirle que pusiera freno a aquellas cosas. Se le dijo, claro es, que la guerra era la guerra. Pero Montes no dejó por ello de moverse, para aliviar la suerte de cuantos conocidos suyos estuvieron en peligro o tuvieron dificultades, acudiendo a cualquier poderoso que tuviera a mano, sin reparo de ser tachado de condescendiente o de dudoso. Montes, repito, es piadoso y[,] en la amistad[,] más que piadoso."
Lo que más me interesa del asunto es lo que contaba Castilla del Pino, eminente miembro del PCE y psiquiatra, y es que -pese a lo antes transcrito- en cierta ocasión, ya en la etapa "demócrata" de Ridruejo, Montes le espetó a este lo que tantas otras fieras fascistas como él, con menos paños calientes y remilgos que el democratonto promedio, podrían haberle dicho a todos los de su ralea (Gil Robles, etc.):
"Cuando, como tú, se ha llevado a centenares de compatriotas a la muerte y, luego, se llega a la conclusión de que aquella lucha fue un error, no cabe dedicarse a fundar un partido político: si se es creyente, hay que hacerse cartujo, y, si se es agnóstico, hay que pegarse un tiro".

martes, 20 de septiembre de 2011

I'm so bored with the middle class

Igual que a los Clash les aburrían los EEUU, otro tanto me pasa a mí con la clase media, de ahí el homenaje/parodia del título. Sé que, ahora que tengo un título universitario, se supone que yo estoy cruzando sus ¿anchas? puertas, pero ni así consigo entrar del todo en la mentalidad de esta clase...
Ya me había pasado en España, pero, hace menos de dos meses, me volvió a ocurrir en Bolivia, hablando con una integrante de esta nueva clase social mía, una abogada que llegaba a fin de mes como guía turístico. La buena licenciada se quejaba a partes iguales de la especulación con los precios de los artículos de primera necesidad (muy comprensible) y de que amigos suyos con carrera, y ella misma, tuvieran que trabajar de taxistas o de guías (menos comprensible, diría Mr. Brown). Como aquell@s paisan@s que casi lloran porque «sólo» cobran 6, 8 o 10 euros por hora. Me recuerdan, una y otr@s, a es@s a l@s que se les ensombrece la cara cuando hablan de lo siniestro que era el Chile de 1970-73 por «las colas que había que hacer para conseguir comida» o ilustran los horrores del bolchevismo (les da lo mismo Cuba que la URSS), reales o supuestos, hablando de las dichosas colas para la comida.
Eso es lo irritante de la clase media, así, generalizando: esa capacidad de hablar sin sacar la cabeza del culo, de convertir los problemas de su clase en los más acuciantes por arte de magia. No trabajar en lo que a un@ le gustaría es, desde luego, algo que cualquiera quiere superar cuanto antes, pero hay que saber que hay gente (especialmente, en un país como Bolivia) malnutrida y desnutrida, gente que no consigue trabajo ni a tiros, gente que se ha puesto a criar hij@s que ni querían tener cuando otr@s (¿más list@s? ¿más afortunad@s?) seguíamos evitando cosas tan costosas e irresponsables, gente que se gana la vida pistola en mano (en la delincuencia o en la policía) porque ell@s también consideran sus problemas más graves que los del resto del mundo o gente, en fin, a la que le trae por donde amargan los pepinos que un entramado informal de empresas y gobiernos se dedique a saquear el mundo entero, con todo el dolor y la muerte que eso conlleva.
La supervivencia de tant@s como sea posible, la superación de los abusos de poder (incluidos los que ocurren en casa) o, sin salir de lo económico, conseguir el mayor acceso posible a los bienes y servicios más necesarios, esos son objetivos de los que merecen mil gritos, gestos crispados y, sobre todo, lucha, mucha lucha. Las reivindicaciones corporativistas y la indignación por no poder ser ni un poquito privilegiad@ -cuando el privilegio, por definición, sólo puede ser para un@s elegid@s- no inspiran ningún respeto y sí cansan, cansan mucho.

domingo, 11 de septiembre de 2011

De vuelta a la realidad

El placer no es sólo el placer en sí mismo, es también el bálsamo que calma el dolor por el placer disfrutado y ya perdido.
Siendo como somos por suerte o por desgracia animales con memoria, la pregunta es inevitable cuando nos encontramos entre lo que ya ha muerto y lo que aún no ha nacido: ¿es mejor haber tenido y haber perdido o nunca haber tenido?

Addendum: a quien le interese tanto como a un servidor el tema de los recuerdos y de cómo vivimos y morimos con y contra ellos, le recomiendo fervientemente La hierba roja (L'herbe rouge en el francés original), una curiosa novela de Boris Vian (1920-1959). Simplificando mucho, la mitad de la novela, si no más, está en lo que plantea esta hipótesis: ¿y si un inventor consiguiera desarrollar una máquina que permitiera -en un solo proceso- revivir un recuerdo y, a continuación, hacerlo desaparecer de la memoria? Y, puestos a utilizarla, ¿cuántas veces hacerlo, hasta qué punto estaríamos dispuestos a revivir (pensemos en los malos recuerdos) y destruir (pensemos en los buenos) aquello que nos ha hecho quienes somos?