domingo, 17 de marzo de 2013

De romanticismos y pragmatismo

Habréis escuchado usar el adjetivo "romántico" para cosas tan poco extraordinarias como que una pareja se bañe con velas (alrededor de la bañera; intentar encenderlas dentro del agua es cansarse en vano) o algún otro plan de ocio de esos para los que no hay tiempo o dinero todos los días, pero que sientan bien a la salud de una pareja corriente y moliente de vez en cuando. Suele ser el mismo tipo de plan o sorpresa que un@ ya ha visto en cien mil películas y series y que, por ello, resulta sólo un pelín más original que no prepararlo.

El recordatorio de turno es el siguiente: el romanticismo no es eso. Llámesenos "puristas", pero el romanticismo no es eso, ¿qué tiene que ver eso que ahora llaman "romanticismo" con la obra de Goethe, Byron o Chateaubriand, con la pintura de Goya, con las vidas de Louis Auguste Blanqui o Amilcare Cipriani o con la Sonata luz de Luna de Beethoven? El romanticismo era y es una cuestión de pasión, de exceso, de épica, de desbordamiento de lo racional; se encuentra mucho más fácilmente leyendo a Blake que planeando ninguna cena a la luz de las velas y, si no quiere uno irse a la primera mitad del siglo XIX, ahí tiene el Cyrano de Bergerac de Rostand (publicado en 1897, cuando casi nadie daba un duro por una obra de teatro romántica) o, mucho más cerca, una canción como Piratarena, de Joxe Ripiau, dada su letra.

Todo esto, de todos modos, no es realmente una reivindicación del romanticismo (pese a lo que parezca esta entrada, o más bien el blog entero), sino, como ya se ha dicho, un recordatorio. Ser romántico no tiene por qué ser la mejor idea, cada un@ pone la dosis que le parece, pero es cierto que el romántic@ es el candidato por excelencia a morir joven, sea por su propia mano o por la de otro, a arruinarse la salud o a tomar decisiones drásticas de esas que un@ tiene el resto de su vida para lamentar. El pragmatismo y su prudencia pueden helarnos de frío y el romanticismo quemarnos, cada cual decide, como puede y quiere, a qué distancia prefiere estar del fuego.

domingo, 3 de marzo de 2013

Contra la globalización y el mestizaje

A nadie que tenga los ojos abiertos se le escapará qué realidad es esta en la que vivimos. Trabajamos para empresas estadounidenses, alemanas o británicas para ganar unos euros ideados en Bruselas con los que poder comprar a tenderos chinos y volver a nuestras casas, repletas de mobiliario sueco, donde intentar descansar ante una serie (de nuevo) estadounidense en la tele japonesa o surcoreana, mientras el vecino árabe o senegalés hace a su mujer cocinar su cena hiperespeciada y el hijo del vecino judío grita de la manera que corresponde a un crío que está siendo circuncidado.

Pero este inventario de horrores globalizadores es sólo la punta del iceberg. Si queremos escapar a todos los síntomas del proceso globalizador y homogeneizador impulsado por la masonería judaizante y el club de Bilderberg, desde la falta de integración de l@s inmigrantes y la pérdida de nuestros valores hasta el rampante índice de disfunción eréctil permítasenos el oxímoron o la financiarización de la economía, pasando por los chemtrails y el inquietante fenómeno por el que las noches son cada día un poco más cortas, al menos desde finales de diciembre, o el auge del yihadismo internacional, es impostergable el retorno a nuestras raíces.

Damas, caballeros: no sólo nuestra soberanía ha sido robada, hemos sido sometid@s a un proceso de aculturación que hay que revertir desde ya y emprender un regreso a nuestra identidad que ningún movimiento identitario o nacionalista se atreve a acometer.
La expulsión de tod@s l@s inmigrantes y su ola multicultural es un paso, pero no basta: hay que hacer lo propio con sus hij@s, niet@s, posesiones y mascotas, incluyendo entre l@s asiátic@s a l@s hebre@s, así sean taimad@s sefardíes con apellidos como «Toledano» o «Benjamín», acechando por nuestros parajes desde hace más de cinco siglos.
Más aún, dado el punto anterior y el que los moriscos conversos ya fueron debidamente expulsados, es hora de hablar de los malditos visigodos, ostrogodos, francos y demás invasores bárbaros: ¡volved a Germania, aquí no se os quiere! Palabras suyas que han ensuciado nuestra lenguas, como «guante», «guerra» u «orgullo», deben ser desterradas de nuestro vocabulario tanto como ellos deben ser desterrados de los territorios al oeste del Rhin o al sur del Danubio. Más aún, sostenemos que las personas de rasgos sospechosos (gran estatura y corpulencia, ojos y cabello claros, piel más bien pálida) deberían ser consideradas sospechosas de participar de esta prolongada ocupación.
Lo mismo sea dicho de esos malditos romanos: ¡al infierno con ellos, su lengua latina (hoy día fragmentada en varias lenguas, pero todavía arraigada-s), sus acueductos y su derecho romano! Y hablando de infierno, ¡al infierno con el cristianismo que ellos y su inmigración cosmopolita y orientalizante nos han traído de Palestina, Israel o como quieran llamar ahora al sur de Canaán!
Por último, no nos dejemos engañar por la pertinaz presencia de los celtas entre los nuestros: no son parte de nuestra comunidad, que se vuelvan a sus queridas Hallstatt y La Tène, que se vuelvan ellos y sus pecosos hijos a su país supra-alpino y alto-renano y dejen de contaminarnos con su «berro», su obsesión con los robles y demás gaitas.
¡Levantaos, hermanos! ¡Tartessos para los tartesios, Vasconia para los vascones, Liguria para los ligures, ETCÉTERA!