lunes, 17 de agosto de 2015

Preguntas sin respuesta (y III): ¿hegemonía de qué proyecto en qué plazo?

Llegadas a este punto, se nos quedan cortos la crítica superficial al estado de las cosas y el moralismo, no menos superficial. No podemos decir que hay una supuesta, difusa, «casta» y que el sujeto político que puede cambiar las cosas es todo aquel que se oponga a ella. No podemos hacerlo porque, en el momento en que la dirigencia anticasta ocupe el Poder, si eso llega a ocurrir, y acuse la tremenda presión de la herencia recibida (véase el caso de Syriza en Grecia), de los acreedores y de la patronal, cualquier enfrentamiento entre facciones se puede convertir en una competición sobre quién es más o menos casta. No podemos porque a nadie se le escapa que ninguna dirigencia política, por muy sagaces que sean sus miembros y muy buenas sus intenciones, puede cambiar a quien no quiere cambiar. Aunque cambien otras cosas, las relaciones cotidianas en el trabajo, en los centros de estudio, en las asociaciones, los bares, las familias, parejas y cuadrillas de chavales de los parques y escaleras no superarán el «todas contra todas», la mezcla de egocentrismo, apatía y desconfianza que llamamos «normalidad».

Se nos puede decir que esta mezcla de valores, actitudes y posiciones políticas es complicada, que es querer abarcar demasiado. Sostenemos exactamente lo contrario. Tampoco es que digamos que de cada grupo, formal o informal, deban salir normas éticas que marquen qué es lo correcto y qué lo incorrecto. Más bien, defendemos un discurso –y, por tanto, un discurrir– que además de criticar lo inadmisible señale lo admisible y busque lo deseable y que, además de analizar el pasado, proponga un futuro desde el presente. Casi nada, ¿eh? En realidad, no entendemos que esto sea tan ambicioso como nos puede parecer por nuestra cultura política, sino que podría darnos cohesión, siempre que no nos empeñemos en tenerlo todo organizado desde el principio y sepamos tener paso corto y mirada larga.

Una de las cosas en que damos la razón a las podemitas, así como a las compas del Procés Embat, Aunar y Apoyo Mutuo es en que pensar con lógica no basta. De nada sirve nuestro discurrir si nuestro discurso es agresivo o incomprensible; no nos basta con tener la razón, queremos compartirla con el máximo posible de personas. En este sentido, como comunista libertario, este articulista saluda la evolución que ha visto en los últimos años, tanto en grupos informales como en la actual Federación Estudiantil Libertaria, en esta misma Regeneración o en el proceso de convergencia popular de Embat y compañía, evolución de un anarquismo más moral (más centrado en tomar posiciones) a otro más social (más centrado en ser motor de cambio social). No obstante, nos estamos dejando en el tintero explicar un poco más qué aclaración política (¿y ética?) estamos defendiendo e incluso de qué cambio estamos hablando todo el tiempo.

Cuando hablamos de cambio, hablamos de un cambio profundísimo y que implicará seguir esforzándonos a corto, medio y largo plazo. Se nos está diciendo que estamos ante una «ventana de oportunidad» que puede cerrarse en cualquier momento, ya que, según quienes lo dicen, la población no puede estar en estado de efervescencia permanente y, en lo económico, la crisis podría estar remitiendo, lo que podría fortalecer la idea de que el ciclo anterior se ha terminado y se entra en uno nuevo, cosa que favorecería cierta desmovilización masiva. No podemos estar de acuerdo con nada de esto. No podemos tomarnos en serio el supuesto final de la crisis porque: 1) un gran número de personas ya han descubierto que las grandes cifras de la economía (macroeconomía) no se corresponden con lo que ven en sus carteras y las de las personas cercanas, en el día a día (microeconomía), así que sería suicida rendirnos en este terreno; 2) algunos de los elementos más conocidos de la recuperación macroeconómica son el aumento de las exportaciones (España, dentro de su contexto, es un estado que produce barato y con una moneda, como es el euro, debilitada), las restricciones a las deslocalizaciones (o sea, que trabajamos tanto por tan poco dinero y exigiendo tan pocas garantías a las empresas multinacionales que hacemos mejor que antes la competencia a estados de Europa del este, Latinoamérica y África) y una nueva burbuja inmobiliaria, esta vez más ligada a la clase alta, pero no sólo a la española, sino de todo el mundo (que es como decir que nos estamos echando al cuello una de las sogas que empezamos a notar hace seis años, pero decimos que es una corbata para tranquilizarnos) y 3) dentro del mercado global, independientemente de que la posición española sea un poco mejor o peor, no hay ningún cambio significativo –como sí lo hubo con otras grandes crisis, por ejemplo, las dos últimas–: no hay manera de aumentar el consumo sin alimentar el endeudamiento o reducir el margen de beneficio de las empresas, todo ello mientras la gesta la crisis energética. En rigor, nadie se atreve a decir que la actual recuperación sea algo más que una pausa momentánea y, si alguien puede contar con que lo sea, no somos nosotras; no porque ser anticapitalistas nos obligue a ser agoreras en lo macroeconómico, sino por esta falta de motivos y por lo peligroso de hacerse esperanzas.

Vaya, que debemos confiar en nuestras fuerzas como clase social y no en un estado más o menos desfavorable de la economía y que, además, no debemos agobiarnos demasiado con la supuesta ventana de oportunidad. Es posible, ciertamente, que quienes más crean opinión pública –medios de comunicación y personajes con visibilidad en esos medios– consigan, pese a nosotras, extender dentro de un tiempo la idea de que la etapa de crisis económica y política se ha terminado para invitar a los sectores movilizados de la sociedad a volver a casa. No obstante, entendemos que es nuestra responsabilidad evidente oponernos a esta idea, tanto por el desmentido económico ya dicho como por la vertiente más claramente política: no sólo las demás hacen política, la hacemos todas. Si algo hemos aprendido en espacios de lucha como el actual movimiento por la vivienda, las redes de solidaridad popular o el sindicalismo de clase es el valor de lo colectivo en todo momento y lugar. Quienes se resignan a funcionar en base a ventanas que se abren un tiempo cada treinta o cuarenta años y entienden la desmovilización masiva como algo natural, parte de la historia que siempre vuelve, tendrán que asumir sus responsabilidades si consiguen convertir eso en una profecía autocumplida, como amenazan con hacer. Entendemos la inestabilidad como un ingrediente del momento presente, del funcionamiento del capitalismo e incluso de la vida misma, en menor medida, y no vemos tanta diferencia entre las perspectivas a corto, medio y largo plazo. No firmaremos ninguna paz social ni ningún cheque en blanco y nos gustaría creer que quienes hablan de asaltar las instituciones tampoco firmarán esa paz; si lo hacen, de nuevo, estaremos hablando de una decisión asumida y no de una especie de inevitable cambio meteorológico. No estamos en esto para cerrar ventanas y entendemos que uno de los mayores, en estos años de repunte de la resistencia por los derechos básicos (vivienda, alimentación, salud) es pasar de esa resistencia a un contraataque más ambicioso.

Y, aun entendiendo todo esto, ¿podemos, sin llevar el carnet de anarquista en la boca, intervenir como anarquistas? ¿Qué es lo que podríamos ofrecer a quienes no son anarquistas?

En primer lugar, no se trata de ofrecer una especie de nueva receta de algún producto, ni siquiera de recitarles definiciones de la Anarcopedia o pasajes de Errico Malatesta (por más que ambas sean fuentes de lo más interesante). Tampoco se trata de una invitación para que añadan «anarquista» a la lista de adjetivos con que se describen ni de una imposición apocalíptica para que se conviertan o, de no hacerlo, mueran en la apatía o la ingenuidad. El anarquismo, con este nombre o cualquier otro, puede y quizá deba ser un llamamiento. Sabemos que no inventamos nada, sólo subrayamos el planteamiento que, existiendo ya, nos parece que vale la pena conservar y potenciar.

En segundo lugar, quizá haya mucho que aprender del anarcosindicalismo. Probablemente lo más interesante de esta herramienta es que fue pensada en gran medida desde el anarquismo y por anarquistas, pero no necesariamente para anarquistas. El anarcosindicalismo ha tendido a definirse en base a tres ejes bastante sencillos: una finalidad (la instauración del comunismo libertario), presente como objetivo último; unos principios (apoyo mutuo, federalismo, solidaridad), que dan sentido a esa finalidad dentro de un concepto de las relaciones humanas, para hoy día y para cualquier época, y unas tácticas (acción directa, autogestión), que permiten abordar conflictos laborales, y no sólo laborales, aquí y ahora y, a la vez, avanzar hacia esa finalidad última.

En tercer lugar, entendemos, como ya se ha insinuado, que la intervención política no responde sólo a la resistencia contra problemas prácticos e inmediatos (conflictos en el trabajo, por la vivienda, por que no falte comida), sino que lucha contra esos problemas desde una cosmovisión que aporta ese horizonte y esos principios. Si en el primero de estos tres textos hablábamos del relato político que analiza el pasado reciente para explicar el presente y en el segundo lo relacionábamos con su contexto histórico para que ese pasado reciente no parezca una mera casualidad o un accidente, ahora nos atrevemos a ir un poco más lejos. La intervención política de cara a las elecciones necesita cierto relato político para ganárselas a quienes las han ganado en las últimas décadas; la intervención con voluntad revolucionaria puede buscar cierta cosmovisión para explicar por qué las elecciones no bastan y, sobre todo, para luchar contra la apatía y el derrumbe social que hemos visto y aún vemos: desprecio por la gente (así, en general), apatía, nihilismo (que lleva o bien a la apatía o, en el mejor de los casos, al rechazo anti-todo o, por compensación, a huir del propio nihilismo abrazando algún fanatismo tradicionalista o de otro tipo)… Habrá diferentes enfoques y cada cual tendrá sus matices, pero, en términos generales, el funcionamiento horizontal, sin dirigentes, no es sólo el más abierto a todo el mundo y el que más permite ahondar en lo colectivo –insistimos, el gran descubrimiento de los últimos años, algo tan antiguo como que no estamos solas con nuestros problemas y que la unión hace la fuerza–. Es además el funcionamiento inevitable si se está ensayando una cultura política donde las decisiones sean de todas, ya que de todas serán sus consecuencias. La autogestión, el apoyarnos sólo en nuestras propias fuerzas, no es una especie de ombliguismo o de elitismo político, ya que ese nosotras está abierto y depende de qué proyecto (acción, campaña, organización, etc.) estemos hablando; es parte del proceso por el que nos fortalecemos colectivamente y nos preparamos para hacer cada vez mejor las cosas y cada vez más cosas. Es el camino del autogobierno por el que, a la larga, podremos prescindir de los gobiernos. El apoyo mutuo, la cooperación, no es sólo que yo te apoye si te quieren desahuciar y tú lo hagas si mi patrón no me quiere pagar: es la razón de ser de la misma sociedad. No abandonamos a las personas ancianas, débiles o gravemente enfermas, quizá eso no sea rentable económicamente, pero ni lo sabemos ni lo queremos saber. Si vivir en sociedad tiene algún sentido es que quienes mejor se encuentren cuiden de las que en ese momento estén enfermas o sean ancianas y provean para ellas, es compartir en las duras y en las maduras. Somos una especie que nace en un estado de total dependencia, incapaz de comer por sí misma en meses, incapaz de andar hasta al cabo de aproximadamente un año, pero preparadísima para desarrollar lazos emocionales y mentales y comunicarse con otras humanas. No debería hacer falta decir más para aclarar que, contra la obsesión liberal por la competencia (Adam Smith, Darwin, …) que alimenta la desconfianza y generaliza la dependencia, el apoyo mutuo es parte de la vida misma (Kropotkin ya lo explicó largo y tendido) y promueve una generosidad que no es un contrato laboral ni un imperativo por decreto, sino la savia misma de la vida en sociedad.

Postulamos, pues, seguir dando respuesta a los problemas inmediatos y a cuantos vemos a corto, medio y largo plazo desde esa cosmovisión humanista y, en fin, disputando al Enemigo algunos de sus conceptos habituales para ampliar la resistencia a un contraataque a medida que el empoderamiento colectivo funciona y avanza.

En cuanto a esos conceptos habituales, el de ciudadanía, sin ir más lejos, está falseado. Ya dijimos por qué tiene más sentido hablar de personas que de ciudadanas en el primer texto, pero es que, además, a cada persona se le supone sometida a las leyes, cuando a nadie se le puede exigir que cumpla compromisos que no ha adquirido y apechugue con decisiones que no ha tomado. Mejor haremos en seguir reivindicando a la persona como primer sujeto político, base de la soberanía, y el pacto federativo, la asociación entre iguales sin amenazas ni chantajes, como base de la sociedad. Directamente relacionado con esto están los conceptos de responsabilidad y poder, que hay que disputar, sobre todo a los sectores más conservadores y a los reaccionarios. El hecho de que tengamos tan poco poder, limitados por los poderes del estado y los del mercado, nos ha enseñado a algunas a atacar al Poder, a las instituciones enemigas, pero no a distinguirlo del poder, que es tanto la capacidad pura de pensar, desear, actuar y demás como la de decidir y la de trazar y llevar a cabo planes a cualquier plazo, en lo personal y en lo colectivo. A veces nos olvidamos de que lo que queremos probablemente sea todo el poder para todas y que, en ese camino de empoderamiento, podemos llegar a hacer innecesarios todos esos parlamentos, gobiernos y demás conformados por gestores profesionales. Y que no tiene por qué ser fácil, porque estamos acostumbradas a considerarnos menores de edad que pueden dejar que otras tomen las decisiones y criticarlas desde la calle cuando las consecuencias no nos gustan. No obstante, esta búsqueda del autogobierno personal y colectivo es lo único que puede garantizar que los avances no sean sólo momentáneos ni los retrocesos, permanentes. El de liderazgo es otro concepto con el que no solemos estar cómodas, pero con el que tenemos que lidiar. Lo rápido es decir «abajo los líderes» o incluso «muerte a los líderes» y pasar al siguiente tema, pero sabemos que el que haya iniciativas es a menudo bueno, casi siempre necesario, y que tendemos a reproducir papeles de líderes y de seguidoras. No nos parece problemático el que ocurra esto en ningún momento, sino el ver que el liderazgo se instala y no sabemos salir de ahí: en el funcionamiento colectivo, a muchas les falta iniciativa e implicación y a otras, por compensación, les sobra. Eso, a veces alimentado por cualidades personales, lleva fácilmente a que algunas personas sean vistas en su entorno como líderes, no sólo por lo mucho que «tiran del carro» o guían –esa es la traducción literal del inglés leader, «guía»–, sino porque se les ve como tales y dan, incluso, ganas de seguirles. Todo esto ocurre a veces también entre personas con experiencia activista y personas sin ella, las primeras pueden convertirse en un incentivo de lucha para las segundas, sin embargo, nos parece una pieza clave el combinar esta iniciativa y valía personales con el discurso igualitario y nunca paternalista; animar a quienes empiezan a luchar y a quienes ni han empezado ni quieren empezar: en estos tiempos en que también existe una gran desconfianza hacia las organizaciones sistémicas, nosotras no pedimos el voto, no queremos subvenciones, no queremos liberadas, somos lo que parecemos y parecemos lo que somos. En el fondo, lo sabemos: lo que ofrece la lucha cansa y a veces aburre, pero es un camino de chifladas que apuestan por la honestidad, mucho más atractivo para quienes se han estrellado contra el sistema o han visto a otras hacerlo que la apuesta electoral.

De hecho, contra lo que parecen pensar los Iglesias Turrión y demás, un líder, en la historia de nuestra clase, no es un buen comunicador (aunque esto ayude) que aparece mucho en los medios y sube en los sondeos a fuerza de pulverizar a alguna cagarruta intelectual como F. Marhuenda o E. Inda, sino más bien alguien cuyas conductas van en consonancia con sus palabras y que, por esas acciones y actitudes, sostenidas en distintas circunstancias a lo largo del tiempo, encarna sus ideas y estimula a sus compañeras. Más que un funcionamiento sin líderes, probablemente nos interese ser todas líderes e intentar compensarnos mutuamente. Lo que sirve al comparar personas con inquietudes políticas con aquellas otras personas que se consideran apolíticas, insistimos, probablemente sirva al comparar a las más y las menos activistas. No pasa de moda la consigna, atribuida a Txabi Etxebarrieta, del «Demos todos un poco para que unos pocos no tengan que darlo todo».

Siguiendo con lo polémico, no vemos por qué no disputar los conceptos de democracia y poder popular. Sabemos que el modelo de la antigua Atenas no era muy envidiable y que, en general, asociamos «democracia» al actual sistema político, pero no nos consta que se haya acuñado ninguna otra palabra que permita sintetizar igual la idea de autogobierno colectivo, ni el fracaso de la democracia llamada «formal» o «indirecta». Si algo ha contribuido a generar malestar social y rechazo ha sido, precisamente, prometernos una soberanía, un poder, que en la práctica nos es a la vez negado. En este sentido, no entendemos que el poder popular consista en movilizaciones para apoyar a gobiernos más o menos progresistas, como algunas temen, sino en lo que vamos ganando durante todo un proceso de empoderamiento popular cuyo objetivo no sería intimidar a sectores adversos de nuestra clase, sino fortalecernos colectivamente al margen de las instituciones. Respecto a cuál es nuestra clase, nos parece interesante no definirla demasiado en función del trabajo. No es que queramos dejar de hablar de la clase trabajadora, pero sí matizar que este término ha ido muy de la mano de cierta moral del trabajo que, como ya apuntábamos, ha servido para enfrentar a quienes más seguían esa moral con quienes, en mayor o menor medida, no se la han creído, desde quien se cuela en el transporte público o roba en el lugar de trabajo, pasando por quien okupa o se niega a seguir pagando las letras de la hipoteca, hasta quien vive parcial o totalmente de un trabajo alegal o ilegal. Estas personas, de clase trabajadora en términos generales, son a veces rechazadas como vagas o antisociales, pese a que, si en algo consiste la conciencia de clase, no es sólo en tener consciencia de qué lugar ocupa una en la organización social, sino también en querer cambiarlo, querer acabar con la sociedad de clases en lugar de resignarnos a ser víctimas. De igual modo, no entendemos que la clase media tenga intereses opuestos, aunque muchos de sus miembros parezcan creerlo, ni vemos por qué habría que firmar cheques en blanco a quienes pretenden ser alcaldesas, diputadas o ministras procediendo de la clase trabajadora o de la clase media. Es por este tipo de motivos, como por los estados de tipo leninista –donde las dirigentes dicen serlo de la clase trabajadora–, por lo que algunas preferimos afirmarnos como clase dirigida, gobernada u oprimida, frente a la pequeña clase dirigente, gobernante u opresora. No sin relación con esto, el de economía es otro concepto que el Enemigo tiene casi acaparado. La economía, que podría ser la administración de los recursos, está convertida en un mundo misterioso, inaccesible y amenazante. Nos parece fundamental recordar la diferencia ya comentada entre macro- y microeconomía y recordar constantemente que economía también es lo que hacemos todas cada vez que vamos a trabajar o que compramos o consumimos algo, mientras la propiedad de sus medios más importantes está en manos de muy pocas personas y que la acción colectiva es posible y eficaz. En este sentido, cada huelga, cada okupación, cada desahucio parado, cada dación en pago y alquiler social arrancados son intervenciones en la economía y pasitos que damos hacia una democracia económica, sin la cual la democracia política es sólo un espejismo. No es menos fundamental recordar que toda actividad se da en la realidad, donde los recursos son limitados, y no en el mundo virtual del capitalismo, donde el mercado puede seguir funcionando con agujeros de deuda que superan toda la riqueza del mundo y donde entre la mitad y el 80% de las operaciones bursátiles las hacen ordenadores.

Los conceptos de ley y derecho también están en zona de contienda. Hemos aprendido a aceptarlos tal como funcionan en la práctica, pero es que, en la práctica, la supuesta ley es sobre todo la ley del más fuerte y el derecho, el derecho a competir en igualdad de personas y colectivos que no tienen recursos iguales, ni siquiera parecidos. Otras ya han hablado de este tema más y posiblemente mejor, así que no abundaremos mucho: no aspiramos a gobernar a nadie disimuladamente, a base de fuerza e iniciativa; si, al contrario, asumimos asambleas y debates que a veces parecen interminables es porque nuestra cultura política es de respeto, inclusión y acuerdo. Nuestras leyes no están en boletines oficiales o sentencias, sino en acuerdos respetados y en toda una cultura política que puede convertirse, en última instancia, en un pacto social en el sentido en que se ha entendido los últimos siglos. En este sentido, nunca nos cansaremos de decir que la anarquía que algunas defendemos es la ausencia de autoridad, lo cual no implica necesariamente el desorden o el caos y que, al contrario, en esa línea de pacto social, es la única fuente de orden que conocemos. «Orden» no quiere decir para nada que tenga que haber un funcionamiento social especialmente lleno de reglas ni especialmente estricto, pero es importante subrayarlo dada la capacidad del capitalismo de generar caos y dada la herencia estatal que finge cubrir el inmenso caos que genera el mercado con el relativo orden de las reglas emanadas de sus instituciones, la vigilancia de su aparato represivo y demás, rematado con la imagen de las dirigentes del sistema invocando una justicia que no llegará y un orden que ni saben ni quieren construir. En el estado de descomposición social en que nos encontramos, los sectores más conservadores, reaccionarios o directamente tradicionalistas buscan culpables en el dedo que señala la Luna, pero nunca en la Luna. La inmigración, el lumpen, el mestizaje étnico o el relativismo cultural tienen que ser culpables del desorden que perciben, incapaces como se ven de asumir la necesidad de otra cosa. Por ejemplo, de construir entre todas un nuevo orden económico y político desde el aquí y ahora.

Preguntas sin respuesta (II): ¿cuál es el sujeto político?

En la práctica, ¿existe ese pueblo español de que nos hablan o, al menos, esos pueblos españoles? ¿Existe ese supuesto sujeto colectivo?

Aquí la cosa se vuelve más delicada. Las nuevas formaciones y estructuras institucionalistas (Podemos, Guanyem BCN, etc.) han tomado buena nota de la ola de indignación moral borrosa de la que hablábamos y la están alimentando, sin por ello conducirla a un revanchismo violento; más bien, la están canalizando hacia su apuesta electoral. No obstante, esa no es una apuesta política clara y no está agrupando a su alrededor un sujeto político claro. Pensamos que no lo está haciendo, en primer lugar, porque existen sectores de la población que, si bien tal vez no aplaudan las prácticas corruptas, mafiosas y demás de quienes detentan el Poder, sí parecen estar dispuestos a tolerarlas indefinidamente y a esperar, en el caso de quienes tienen un partido preferido, el fin de esas prácticas. En segundo lugar, porque esas prácticas se dan a diferente escala en todos los estratos sociales y van trenzadas con los valores que las alimentan (egocentrismo, autoindulgencia, materialismo), dentro de estructuras con cierto grado de opacidad que, por tanto, las alientan en alguna medida y estamos hablando de cosas –valores y estructuras– que no se pueden cambiar legislando, sino que necesitan un cambio social que sería a la vez una serie de cambios individuales. En tercer y último lugar, por las limitaciones de las otras patas de esa mesa vagamente regeneracionista: meritocracia y rechazo de la Transición como marco en el que nació el régimen actual.

La meritocracia, muy asociada al rechazo de la élite actual como un hatajo de vagos e incompetentes –idea compartida incluso por la extrema derecha– y la denuncia de la emigración y el paro juveniles está, sostenemos, demasiado vinculada a la clase media. Entendemos que son las personas más acostumbradas a la estabilidad (personal funcionario, trabajadores de mediana edad con estudios superiores, etc.) quienes más tienden a rechazar la situación actual como una estafa y a tomar la anterior a 2008 como algo aceptable tal cual era o que necesita meras reformas y que las consignas que se oyen desde esas nuevas formaciones institucionalistas ahondan en esa meritocracia de arriba abajo. Desde la defensa de «que gobiernen los más preparados» (¿cómo podrían unas cuantas personas estar preparadas para gestionar lo de todas?), tan antigua como Platón o más, hasta sobreentendidos mil veces repetidos en nuestra cultura, como que el derecho a una vivienda implica el derecho a comprar una vivienda o que quien más estudios tiene debe cobrar más por su trabajo, como si tener menos cualificaciones diera descuentos a la hora de pagar.

Algo parecido pasa con el enfoque generacional. Es cierto que quienes tienen 58 y más años, además de haber votado la Constitución de 1978 y haber vivido la Transición (con todo lo que eso implica), han disfrutado en general de más y mejores convenios y han conocido mucho más los contratos fijos y mucho menos las últimas reformas laborales, la creciente oleada de EREs o la llamada new economy: ETTs, becas de prácticas, trasvase de asalariadas al régimen de trabajadoras autónomas, etc. Sin embargo, el paso de un modelo a otro ha sido bastante gradual y no es sólo que la evolución de la población española no permita el análisis generacional que se intenta importar de otros países (Francia y EEUU, por ejemplo), sino que enfocarlo así nos lleva a un falso conflicto: ni toda la generación preconstitucional abrazó la Transición –o el franquismo–, ni se puede reclamar a quienes sí lo hicieron que se retracten, cosa que a veces parece que se pretenda y que tendría más tintes de arrepentimiento religioso que de proceso sociopolítico. Si somos herederas de toda una historia, su crítica no puede hacerse limitada a la Transición, ni, desde luego, al franquismo, trauma casi obsesivo de casi toda la izquierda de la región española. El análisis crítico del pasado, sostenemos, empieza ahora y llega tan atrás como el conocimiento de ese pasado y está, en todo caso, al servicio de un proyecto que también empieza ahora, proyectado hacia el futuro. «Crítica» no es lo mismo que «reproche» y, desde luego, evitar cometer errores del pasado con variaciones que los disimulan no es lo mismo que consolarnos en nuestra miseria con el «teníamos razón» y el «ya os lo dijimos». Un partido como Podemos, que corteja a los votantes de IU pero ha evitado acercarse demasiado a su dirigencia (la de una formación clave en el régimen del 78, no lo olvidemos), ahora que ambos amenazan con derrumbarse, está llegando mucho mejor a los jóvenes que a sus madres y padres… Y ¿por qué no? La audacia, la estudiada arrogancia de los Iglesias, Errejón, Monedero o Teresa Rodríguez contra esa supuesta casta, ¿no transmite cierta imagen de rebelión generacional? Sin un discurso que hable de estructuras y relaciones, ¿cómo se explica la putrefacción de liderazgos como los del PSOE y UGT (González, Chaves, Redondo, padre e hijo…), CCOO y otros? ¿Cómo se les explica ese proceso a quienes lo han vivido y aún no saben, o no quieren, explicárselo?

Otro escollo importante de estas formaciones, a la hora de encontrar un sujeto al que dirigirse, es su nacionalidad. Podemos ha nacido en el ámbito estatal y las demás formaciones a que nos referimos, en el municipal. Ahora bien, si la hegemonía del relato oficial se está tambaleando, como decíamos en el texto anterior, y lo está haciendo más en el País vasco y, sobre todo, en Cataluña, ¿cómo posicionarse? La cultura política de la izquierda es más partidaria del derecho de autodeterminación y la española, del «esto siempre ha sido así». Si no se quiere disgustar a posibles electores, lo cómodo en Cataluña es una cosa y en la mayor parte del estado, la otra. Por más que provengan de la izquierda, los ideólogos de Podemos no quieren ser esos progres locos que se mean en la sopa y, allá donde vive en torno al 75% de sus posibles votantes, así es como se les puede percibir cuanto más hablen de federalismo, derecho de autodeterminación o de una soberanía que no sea española o europea. Además, no pueden descalificar como «casta» al bloque soberanista catalán porque este incluye a las CUP, criticable sin salir del tono que estamos siguiendo, pero cuya credibilidad crítica, rupturista y democrática es innegable. Nos guste o no en el resto de la región española, lo que ocurre en Cataluña es, aún más que en otras partes, un proceso destituyente y también constituyente, que se solapa con el de ámbito español, pero que se articula allí en un sentido más nacional. Particularmente, nos parece un proceso destituyente de la incomprensión y hostilidad españolas y del expolio fiscal, así como constituyente de un escenario de alguna posibilidad de cambio, con lo que eso implica de apertura. A nadie se le escapa que el papel que pueden jugar tanto las CUP en lo institucional como los sectores afines o más autónomos en la calle es muy limitado, pero esa extraña alianza nacional-popular interclasista, a la hora de tomar posiciones en el marco que salga de este proceso, puede beneficiar a cualquiera de sus dos polos. Dentro del bloque soberanista, en cada momento se irá viendo si parece que la élite convergente ha utilizado a los sectores populares para fortalecer sus posiciones o ha sido al contrario.

En cualquier caso, ambos procesos, la emergencia de formaciones como Podemos a escala española y la posible hegemonía soberanista en Cataluña, están funcionando en la medida en que están siendo motores de ilusión. No obstante, la sensación de que algo esté cambiando parece ser mucho más importante que el que esa sensación corresponda a un cambio real o que el que ese posible cambio se contemple de manera pasiva en vez de ser algo de lo que una pueda realmente participar.

Hasta este momento, hemos obviado a quienes, como el autor de este texto, no votan pero tienen posiciones políticas y hablado de los sectores con distintas preferencias partidistas, hemos considerado a la clase media y a buena parte de la clase trabajadora, hemos hablado de jóvenes y de no tan jóvenes y, sin embargo, aún quedan muchas personas, ¿quiénes son? Son las abstencionistas pasivas. Hablamos de un sector quizá minoritario, pero muy significativo, cuyas posiciones políticas y morales son desconocidas. Se les oye hablar en algunas barras de bar, en tertulias de sobremesa, corrillos de jubilados y conversaciones de transporte público o ascensor y tienen el poder, como cualquier otro, de tomar posición, de cara a las elecciones como el resto del tiempo. Y su posición, para quienes se presentan a las elecciones como para quienes no lo hacemos, se resume en «no, casi nada, casi nunca».

Si hay perfiles difíciles, el de estas personas es de los más difíciles. No vamos a aventurarnos en la sociología de andar por casa más de lo que ya lo hemos hecho; no obstante, y por descarte, sí nos atreveremos a esbozar una cosa: una parte importante de ellas pueden estar en los sectores que menos nos gustan de nuestra propia clase. Nos referimos a aquellos sectores quue suelen ser clasificados como una especie de subcultura (los canis de aquí, relativamente equivalentes a los chavs británicos o incluso a los beaufs franceses o la white trash estadounidense). Sectores que viven en barrios populares o incluso en barriadas periféricas de la última hornada y de los que casi todo lo que se percibe es despreciado por uno u otro motivo: sin conciencia de clase, sin costumbre de analizar su realidad en términos políticos, ni de analizar casi nada en casi ningún tipo de términos, tan reproductores de la cultura dominante (con su machismo, consumismo y demás) como el que más, incluso un poco más permeables al discurso ultraderechista que a cualquier otro, ruidosos y molestos en sus formas, a menudo acusados de depender más que nadie del asistencialismo o de ser lumpenproletariado (con el estigma moralizante que ambas cosas implica)… Estos sectores, si no son los únicos que se niegan a ocupar ningún papel político, sí son emblemáticos en este sentido: por su abundancia, por su evidente carácter proletario pese a todo y por ser, a menudo, satanizados por todo izquierdista más o menos culto y de clase media (o que se cree de clase media). Hacer de ellos votantes parece difícil, aunque no tanto como conseguir convertirles en activistas, pero de nuevo ¿hasta qué punto tiene sentido para estas personas el populismo meritocrático y vagamente keynesiano de Podemos y similares? El discurso anticorrupción de estas formaciones resistirá el tiempo que sus cargos públicos resistan la tentación de abusar de esos cargos, pero ¿qué más tienen? ¿El aumento de la inversión en educación? ¿Palmadas en el hombro a la clase media, propuestas de resistencia a estructuras (FMI, BCE) que muchas de ellas conocen poco o nada, alusiones –no menos oscuras– a la inversión en I+D o el fortalecimiento del tejido productivo?

Ni todos los llamados canis son pasotas políticos ni mucho menos todos los que pasan de lo político son canis, pero son el emblema de los límites de todas las izquierdas, institucionales o antiinstitucionales, y del gran problema de todo proyecto de auténtica democracia: la falta de aspirantes a demócratas. No es tanto que la voluntad popular esté fragmentada por tendencias sindicales o políticas, ni mucho menos por religiones o algo así, es que hay más apatía popular que voluntad popular. No hay revolución si nadie quiere ser revolucionario, no hay república si nadie quiere ser ciudadano y ni siquiera hay sociedad si nadie quiere ser un agente social. A día de hoy, y por más que queramos pensar que estas nuevas fuerzas son, no una revolución, pero al menos un posible cambio de hegemonía hacia la izquierda, los hechos nos obligan a ser muy prudentes incluso con esta última posibilidad. El gran crecimiento de Podemos como partido parece haber tenido una parte de moda política y, más aún, el ritmo de las elecciones, los sondeos y las tertulias de las TVs parece llevar inevitablemente a un crecimiento donde la cantidad prima sobre la calidad. Así, Podemos no tiene tiempo ni para evitar reproducir lo que intenta en teoría combatir: aun en el cénit de su espiral de entusiasmo (otoño de 2014), la abstención de los socios (las personas que en otras organizaciones serían llamadas «afiliadas») en su congreso fue de casi el 50%. No es menos elocuente que hayan asumido, y lo han dicho abiertamente, un hiperliderazgo para fomentar su capaz de desestabilizar formalmente el régimen; no está claro cómo pretenden que ese empoderamiento de su liderazgo se convierta en empoderamiento de todo su partido y de toda la población, ni cómo quieren evitar, en definitiva, el evidente riesgo de que esa desestabilización sólo sea formal.

Preguntas sin respuesta (I): a vueltas con el relato político

La irrupción de Podemos, en enero de 2014 y tras el manifiesto Mover ficha, y la de Apoyo Mutuo, el pasado febrero y tras Procés Embat y el manifiesto Construyendo pueblo fuerte para posibilitar otro mundo, tienen más en común de lo que parece. Lo que parece, y cómo no estar de acuerdo, es que hay en la región española un malestar social con el actual estado de las cosas que no es una colección de malestares personales e intransferibles y que va más allá de las diferencias que separan a unos partidos institucionales de otros. Un malestar muy visible desde el 15 de mayo de 2011 y que, en lugar de desaparecer, ha tomado formas diferentes según las decisiones colectivas y personales tomadas desde entonces: se han creado asambleas barriales y locales, se han creado asambleas de vivienda y nuevas PAHs, fundado nuevos ateneos, creado nuevas radios, recibido nuev@s activistas en proyectos que ya existían, etc. Y se ha visto cómo esos proyectos perdían rapidamente una parte de esas personas y cómo conservaban otras, que consolidaban una parte de lo construido.

Pero todo eso, decíamos, es lo que parece que tienen en común, no lo único. La irrupción de Podemos, considerada en muchos sentidos un éxito, tiene que ver con su contexto, pero también, claro, con la iniciativa de un grupo de personas muy vinculadas a la universidad (a la universidad en general, y a la Universidad Complutense de Madrid en particular) y a la fundación CEPS y, sobre todo, con la de los tres politólogos más famosos de Somosaguas, hoy día: Pablo Iglesias Turrión, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón. Estos tres profesores tenían algunas hipótesis sobre lo que se podía hacer en su panorama político y nos parece muy interesante comparar lo que ellos mismos han dicho a este respecto en las entrevistas que se les han hecho en los grandes medios de comunicación –y, sobre todo, en las cadenas de televisión en las que participan más habitualmente, HispanTV y la desaparecida Tele K– con el recorrido que ha tenido su partido en este tiempo y las hipótesis que parecen guiar al proceso de convergencia popular del Procés Embat y Apoyo Mutuo. Contrastar las preguntas planteadas y las respuestas dadas será el objetivo de los dos textos que seguirán al presente, ya que este pretende poner las bases del tema y desarrollar uno de sus conceptos principales.

Hay dos conceptos que se pueden oír regularmente en boca de algún ideólogo de Podemos y rara vez en boca de nadie más, hablamos de hegemonía y, sobre todo, de significantes flotantes. Hay otro concepto que no se les suele oír, pero que está, nos parece, igual de presente en sus planteamientos y en los de l@s compas que están impulsando ese proceso de convergencia popular. Ese concepto que consideramos casi invisible y muy presente a la vez es el a menudo llamado storytelling o, simplemente, narrativa o relato, en versión no mucho más clara, pero al menos más castellana. Es este concepto, o la realidad a la que se refiere, mejor dicho, donde queremos adentrarnos en este artículo.

Para poner todo esto aún más claro, las preguntas son: ¿quién podría cambiar el estado de las cosas (lo que llamaríamos el sujeto colectivo de ese hipotético cambio)? ¿Qué tipo de mensaje podría favorecer que se formara, a su alrededor, ese sujeto colectivo? ¿Cuál sería el relato de cómo hemos llegado hasta aquí, de dónde estamos y dónde sería posible, necesario y deseable ir? ¿Qué conceptos serían los fundamentales a la hora de explicar ese relato y construir ese mensaje?

A nuestro juicio, la narración dominante se ha basado en el sujeto individual, un supuesto ciudadano que vive en un orden en el que lo económico y lo político aparecen como ámbitos separados. En lo económico, quien tiene éxito se lo merecería, quien se apaña, también y quien fracasa, o no se esfuerza o es un caso extremo y aislado de mala suerte que pueden paliar las llamadas ONG (cuya dependencia de las subvenciones a veces las convierte más bien en organizaciones un tanto gubernamentales). En lo político, y siempre según el relato hegemónico, el supuesto ciudadano tiene derecho a votar a quien le plazca en cada ocasión electoral, derecho que ejercen, por lo general, una porción de l@s llamad@s a las urnas que está entre la mitad y dos tercios. Insistimos en lo de «supuesto» porque cualquiera que conozca lo que los padres del liberalismo político (Locke, Kant) entendían por ciudadanía (libertad, igualdad e independencia) estará de acuerdo en que el porcentaje de ciudadanos no llega seguramente ni al 1% del total de la población; el resto, dependientes de quien nos paga en cada momento y del mercado en general, somos meros siervos, más caros o más baratos. Dentro de este relato, existen una serie de rasgos disfuncionales que son percibidos como positivos (¿por qué se pueden votar candidatos para que tomen medidas, pero no esas mismas medidas? ¿por qué en un sistema que pregona la autonomía moral como base de la responsabilidad el voto no sólo no necesita ser argumentado, sino que es secreto hasta lo sagrado?). Estas y otras disfunciones nos parecen evidentes, pero las menos claramente políticas las mencionaremos más adelante y algunas de las otras ya aparecen en este texto, del autor de estas líneas, sobre los partidos políticos en su contexto histórico e incluso en este fragmento de Propaganda, libro donde Edward Bernays defiende las elecciones y a los líderes electos mientras da la democracia por imposible.

En Cataluña, este relato no ha sido subvertido porque, pese a cierta especificidad cultural, esta era bastante inocua (no hacía daño a las instituciones) y ello por dos motivos. El primero es que gran parte de esa singularidad cultural catalana con respecto al resto del estado ha consistido en hablar una lengua propia y tener una historia con referentes propios (los condados catalanes medievales, su papel en la historia del reino de Aragón, instituciones catalanas, resistencia a los proyectos centralizadores), pero no existía un proyecto colectivo propio incompatible con la España postfranquista. Si había culturas propias en tiempos premodernos y modernos, la apisonadora liberal se encargó de desarraigar y aculturar enormemente a cada vez más gente y, dentro de la región española, Cataluña fue vanguardia. Eso la pondría a su vez a la vanguardia de la resistencia obrera –toda una gesta, sin duda–, pero aquí estaríamos hablando de una resistencia política que aún no ha conseguido derrotar al binomio mercado-instituciones y desarrollar una cultura propia. Tras el franquismo, lo hegemónico en Cataluña ha sido convivir bien con el resto del estado, en la medida en que la hostilidad de este hacia esas instituciones, historia y lengua propias no eran muy fuertes, y sostener algún que otro pulso en torno a ellas y a los distintos modos de gestionar la participación fiscal catalana en el estado.

En el caso del País vasco peninsular, entendemos que el soberanismo, pese a ser históricamente más fuerte, tiene otros ritmos. En una dinámica distinta al promedio del estado por el mayor grado de violencia (material, anímica y psicológica) y de movilización política, los últimos años no han sido tanto de despegue soberanista –que sería el caso catalán– como de normalización en lo que respecta a su conflicto armado y, si hay cierta acumulación de fuerzas soberanistas, entendemos que sus efectos se notarán más en el futuro, una vez que esas tensiones se vayan considerando superadas, que en lo inmediato.

Por todo ello, y con los matices expuestos, hay extensos sectores de la población que defienden la cultura política moldeada durante la llamada Transición, pactada entre sectores franquistas (protagonistas de un régimen de terror en los que la clase trabajadora alcanzó, no lo olvidemos, ciertas cotas de poder colectivo en las calles y fábricas) y antifranquistas: tenemos derechos efectivos (tenemos un derecho a la vida respetado, pues la policía no nos mata a tiros por las calles ni hay pelotones de fusilamiento, tenemos un derecho efectivo a la seguridad, ya que no se ven mujeres rapadas a la fuerza ni se obliga a nadie a cantar ningún himno, etc.), tenemos libertades reales, puesto que hay escenas de desnudo en las películas y se pueden tirar puyas al presidente en los media, y los políticos se ocupan de la política, si no nos gustan, podemos cambiarlos dentro de cuatro años, como mucho. Este marco ha permitido, a su vez, aceptar cuanto viniera después como no directamente político y como una fatalidad: si había que destruir la mayor parte del tejido industrial (en un estado en que la industria era el primer sector de la economía), quienes no se veían directamente afectad@s, por lo general, lo aceptaban; si la heroína proliferaba, si todas las drogas recreativas proliferaban en un enorme mercado cuyos consumidores tendían antes o después a delinquir para conseguir más dinero, se aceptaba con resignado fatalismo o se exigía mano dura; si esto llevaba a un aumento de la población penitenciaria superior al 450% (compárense las cifras de 1983 a 2008, y sólo median 25 años), a un clima de guerra civil larvada dentro de la propia clase oprimida y a una competición entre los principales partidos políticos por ser el más duro con l@s delincuentes –que no con la delincuencia–, se aceptaba como parte de la normalidad; si como resultado de decisiones claramente políticas –la entrada en el proceso de convergencia europea y, más adelante, en el euro–, se producía un demencial aumento de los precios (calculada, para el periodo 2002-2012, en un 48% en la alimentación y un 66% en la vivienda, entre otros), se aceptaba.

Nada de esto subvirtió el relato oficial; al contrario, parte de los trabajadores y de la clase oprimida en general se refugió en un moralismo ambiguo: «nosotr@s hemos trabajado cuando ha habido que trabajar», «nosotr@s hemos luchado cuando ha habido que luchar», «est@s jóvenes sólo viven para sí mism@s», etc. Moralismo individual que ha ido de la mano de la retirada de lo colectivo o, como mucho, de la mano de un exilio interior hacia un asociacionismo despolitizado (asociaciones de vecin@s, de ocio, etc.) y/o hacia la militancia en organizaciones sistémicas (PCE, luego IU, CCOO, UGT). La enorme ampliación del sector servicios de la economía, en un momento en que las organizaciones de referencia estaban matando su credibilidad (como en los casos de CCOO, UGT o USO) o su visibilidad (como la CNT, mucho más minoritaria, además de criminalizada y ridiculizada) y con los factores ya mencionados en contra han hecho que tampoco exista un contrapeso sindical ni haya existido una memoria colectiva transmitida en el centro de trabajo o en organizaciones de referencia. Para colmo, la aparición de sectores de la clase trabajadora cada vez más precarios (competencia a la baja, ETTs) no ha impedido la persistencia de sectores de ese mismo proletariado y de la clase media mucho mejor remunerados, favoreciendo actitudes insolidarias, meritocráticas y demás. Ciertamente, ni el anarcosindicalismo ni el movimiento autónomo supieran evitar su dispersión entre el ghetto político y la falta de referentes colectivos, y sólo el llamado movimiento de liberación nacional vasco, restringido a un territorio muy concreto, se negó a aceptar el relato oficial de la Transición y contribuyó a que el conjunto de la población de aquella zona lo normalizara menos que la del resto del estado.

Es en todo este contexto ideológico en el que hace aparición el que parece, a día de hoy, el único relato capaz de disputar la hegemonía al que hemos expuesto. Nos referimos al que ha aflorado con la crisis macroeconómica de los últimos siete años y que está basado en un moralismo ambiguo que sólo entronca en parte con el anterior. Un relato que habla de un@s «culpables de la crisis», que serían un puñado de banqueros y especuladores, o, como mucho, de una difusa «casta», «jauría» o unas «clases extractoras», un poco más amplias, que incluirían a sectores de la política profesional, dirigencia empresarial e incluso poder judicial, con quienes el problema, en todo caso, sería su insaciable codicia y su ambición de poder en general. Frente a esto, hay una reacción moral (y se habla, pues, de «los indignados») y, dado el endiosamiento de la élite española, esta reacción, y la intensidad con que se vive en el contexto de apatía ambiental existente hasta el 15-05-11, hace que el mero hecho de reaccionar se considere una primera gran victoria: del «sí se puede» a un «podemos», adaptación del slogan electoral de Barack Obama (un carismático conservador para consumo de muchos progresistas) y a una supuesta spanish revolution… (¡!). Con una clase oprimida en la que imperan l@s adult@s nacid@s a partir de 1958 -que no han votado, por tanto, la constitución vigente-, much@s de l@s cuales ni siquiera hemos vivido esa transición que hace de mito fundacional, un sector, además, del que much@s no tienen el poder adquisitivo de sus padres ni creen poder aspirar a él, pese a tener un nivel de estudios medio que es superior al de est@s y a haber creído que esos estudios les darían trabajos mejor remunerados y más satisfactorios, una capacidad de acceder a una vivienda notablemente más baja que la de sus padres y que está viviendo cierta emigración a otros estados, se ha abierto algo de paso la idea de que esa codicia sin escrúpulos de un@s poc@s ha puesto todo patas arriba y que se impone algún tipo de renovación o regeneración de la élite. No deja de ser interesante cómo esto es enfocado de distintas maneras, desde una mera búsqueda de una mayor eficacia, por haber quedado la élite anterior obsoleta o por otros motivos, hasta una purga un tanto revanchista, y cómo el término «regeneración», tan vinculado a la crisis de 1898 y a un regeneracionismo todavía hoy disputado desde corrientes antagónicas, reivindicado por partidos del sistema durante años, sigue apareciendo de vez en cuando.