En la práctica, ¿existe ese pueblo
español de que nos hablan o, al menos, esos pueblos españoles? ¿Existe
ese supuesto sujeto colectivo?
Aquí la cosa se vuelve más delicada. Las
nuevas formaciones y estructuras institucionalistas (Podemos, Guanyem
BCN, etc.) han tomado buena nota de la ola de indignación moral borrosa
de la que hablábamos y la están alimentando, sin por ello conducirla a
un revanchismo violento; más bien, la están canalizando hacia su apuesta
electoral. No obstante, esa no es una apuesta política clara y no está
agrupando a su alrededor un sujeto político claro. Pensamos que no lo
está haciendo, en primer lugar, porque existen sectores de la población
que, si bien tal vez no aplaudan las prácticas corruptas, mafiosas y
demás de quienes detentan el Poder, sí parecen estar dispuestos a
tolerarlas indefinidamente y a esperar, en el caso de quienes tienen un
partido preferido, el fin de esas prácticas. En segundo lugar, porque
esas prácticas se dan a diferente escala en todos los estratos sociales y
van trenzadas con los valores que las alimentan (egocentrismo,
autoindulgencia, materialismo), dentro de estructuras con cierto grado
de opacidad que, por tanto, las alientan en alguna medida y estamos
hablando de cosas –valores y estructuras– que no se pueden cambiar
legislando, sino que necesitan un cambio social que sería a la vez una
serie de cambios individuales. En tercer y último lugar, por las
limitaciones de las otras patas de esa mesa vagamente regeneracionista:
meritocracia y rechazo de la Transición como marco en el que nació el
régimen actual.
La meritocracia, muy asociada al rechazo
de la élite actual como un hatajo de vagos e incompetentes –idea
compartida incluso por la extrema derecha– y la denuncia de la
emigración y el paro juveniles está, sostenemos, demasiado vinculada a
la clase media. Entendemos que son las personas más acostumbradas a la
estabilidad (personal funcionario, trabajadores de mediana edad con
estudios superiores, etc.) quienes más tienden a rechazar la situación
actual como una estafa y a tomar la anterior a 2008 como algo aceptable
tal cual era o que necesita meras reformas y que las consignas que se
oyen desde esas nuevas formaciones institucionalistas ahondan en esa
meritocracia de arriba abajo. Desde la defensa de «que gobiernen los más
preparados» (¿cómo podrían unas cuantas personas estar preparadas para
gestionar lo de todas?), tan antigua como Platón o más, hasta
sobreentendidos mil veces repetidos en nuestra cultura, como que el
derecho a una vivienda implica el derecho a comprar una
vivienda o que quien más estudios tiene debe cobrar más por su trabajo,
como si tener menos cualificaciones diera descuentos a la hora de pagar.
Algo parecido pasa con el enfoque
generacional. Es cierto que quienes tienen 58 y más años, además de
haber votado la Constitución de 1978 y haber vivido la Transición (con
todo lo que eso implica), han disfrutado en general de más y mejores
convenios y han conocido mucho más los contratos fijos y mucho menos las
últimas reformas laborales, la creciente oleada de EREs o la llamada new economy:
ETTs, becas de prácticas, trasvase de asalariadas al régimen de
trabajadoras autónomas, etc. Sin embargo, el paso de un modelo a otro ha
sido bastante gradual y no es sólo que la evolución de la población
española no permita el análisis generacional que se intenta importar de
otros países (Francia y EEUU, por ejemplo), sino que enfocarlo así nos
lleva a un falso conflicto: ni toda la generación preconstitucional
abrazó la Transición –o el franquismo–, ni se puede reclamar a quienes
sí lo hicieron que se retracten, cosa que a veces parece que se pretenda
y que tendría más tintes de arrepentimiento religioso que de proceso
sociopolítico. Si somos herederas de toda una historia, su crítica no
puede hacerse limitada a la Transición, ni, desde luego, al franquismo,
trauma casi obsesivo de casi toda la izquierda de la región española. El
análisis crítico del pasado, sostenemos, empieza ahora y llega tan
atrás como el conocimiento de ese pasado y está, en todo caso, al
servicio de un proyecto que también empieza ahora, proyectado hacia el
futuro. «Crítica» no es lo mismo que «reproche» y, desde luego, evitar
cometer errores del pasado con variaciones que los disimulan no es lo
mismo que consolarnos en nuestra miseria con el «teníamos razón» y el
«ya os lo dijimos». Un partido como Podemos, que corteja a los votantes
de IU pero ha evitado acercarse demasiado a su dirigencia (la de una
formación clave en el régimen del 78, no lo olvidemos), ahora que ambos
amenazan con derrumbarse, está llegando mucho mejor a los jóvenes que a
sus madres y padres… Y ¿por qué no? La audacia, la estudiada arrogancia
de los Iglesias, Errejón, Monedero o Teresa Rodríguez contra esa
supuesta casta, ¿no transmite cierta imagen de rebelión generacional?
Sin un discurso que hable de estructuras y relaciones, ¿cómo se explica
la putrefacción de liderazgos como los del PSOE y UGT (González, Chaves,
Redondo, padre e hijo…), CCOO y otros? ¿Cómo se les explica ese proceso
a quienes lo han vivido y aún no saben, o no quieren, explicárselo?
Otro escollo importante de estas
formaciones, a la hora de encontrar un sujeto al que dirigirse, es su
nacionalidad. Podemos ha nacido en el ámbito estatal y las demás
formaciones a que nos referimos, en el municipal. Ahora bien, si la
hegemonía del relato oficial se está tambaleando, como decíamos en el
texto anterior, y lo está haciendo más en el País vasco y, sobre todo,
en Cataluña, ¿cómo posicionarse? La cultura política de la izquierda es
más partidaria del derecho de autodeterminación y la española, del «esto
siempre ha sido así». Si no se quiere disgustar a posibles electores,
lo cómodo en Cataluña es una cosa y en la mayor parte del estado, la
otra. Por más que provengan de la izquierda, los ideólogos de Podemos no
quieren ser esos progres locos que se mean en la sopa y, allá
donde vive en torno al 75% de sus posibles votantes, así es como se les
puede percibir cuanto más hablen de federalismo, derecho de
autodeterminación o de una soberanía que no sea española o europea.
Además, no pueden descalificar como «casta» al bloque soberanista
catalán porque este incluye a las CUP, criticable sin salir del tono que
estamos siguiendo, pero cuya credibilidad crítica, rupturista y
democrática es innegable. Nos guste o no en el resto de la región
española, lo que ocurre en Cataluña es, aún más que en otras partes, un
proceso destituyente y también constituyente, que se solapa con el de
ámbito español, pero que se articula allí en un sentido más nacional.
Particularmente, nos parece un proceso destituyente de la incomprensión y
hostilidad españolas y del expolio fiscal, así como constituyente de un
escenario de alguna posibilidad de cambio, con lo que eso implica de
apertura. A nadie se le escapa que el papel que pueden jugar tanto las
CUP en lo institucional como los sectores afines o más autónomos en la
calle es muy limitado, pero esa extraña alianza nacional-popular
interclasista, a la hora de tomar posiciones en el marco que salga de
este proceso, puede beneficiar a cualquiera de sus dos polos. Dentro del
bloque soberanista, en cada momento se irá viendo si parece que la
élite convergente ha utilizado a los sectores populares para fortalecer
sus posiciones o ha sido al contrario.
En cualquier caso, ambos procesos, la
emergencia de formaciones como Podemos a escala española y la posible
hegemonía soberanista en Cataluña, están funcionando en la medida en que
están siendo motores de ilusión. No obstante, la sensación de que algo
esté cambiando parece ser mucho más importante que el que esa sensación
corresponda a un cambio real o que el que ese posible cambio se
contemple de manera pasiva en vez de ser algo de lo que una pueda
realmente participar.
Hasta este momento, hemos obviado a
quienes, como el autor de este texto, no votan pero tienen posiciones
políticas y hablado de los sectores con distintas preferencias
partidistas, hemos considerado a la clase media y a buena parte de la
clase trabajadora, hemos hablado de jóvenes y de no tan jóvenes y, sin
embargo, aún quedan muchas personas, ¿quiénes son? Son las
abstencionistas pasivas. Hablamos de un sector quizá minoritario, pero
muy significativo, cuyas posiciones políticas y morales son
desconocidas. Se les oye hablar en algunas barras de bar, en tertulias
de sobremesa, corrillos de jubilados y conversaciones de transporte
público o ascensor y tienen el poder, como cualquier otro, de tomar
posición, de cara a las elecciones como el resto del tiempo. Y su
posición, para quienes se presentan a las elecciones como para quienes
no lo hacemos, se resume en «no, casi nada, casi nunca».
Si hay perfiles difíciles, el de estas
personas es de los más difíciles. No vamos a aventurarnos en la
sociología de andar por casa más de lo que ya lo hemos hecho; no
obstante, y por descarte, sí nos atreveremos a esbozar una cosa: una
parte importante de ellas pueden estar en los sectores que menos nos
gustan de nuestra propia clase. Nos referimos a aquellos sectores quue
suelen ser clasificados como una especie de subcultura (los canis de aquí, relativamente equivalentes a los chavs británicos o incluso a los beaufs franceses o la white trash
estadounidense). Sectores que viven en barrios populares o incluso en
barriadas periféricas de la última hornada y de los que casi todo lo que
se percibe es despreciado por uno u otro motivo: sin conciencia de
clase, sin costumbre de analizar su realidad en términos políticos, ni
de analizar casi nada en casi ningún tipo de términos, tan reproductores
de la cultura dominante (con su machismo, consumismo y demás) como el
que más, incluso un poco más permeables al discurso ultraderechista que a
cualquier otro, ruidosos y molestos en sus formas, a menudo acusados de
depender más que nadie del asistencialismo o de ser lumpenproletariado
(con el estigma moralizante que ambas cosas implica)… Estos sectores,
si no son los únicos que se niegan a ocupar ningún papel político, sí
son emblemáticos en este sentido: por su abundancia, por su evidente
carácter proletario pese a todo y por ser, a menudo, satanizados por
todo izquierdista más o menos culto y de clase media (o que se cree de
clase media). Hacer de ellos votantes parece difícil, aunque no tanto
como conseguir convertirles en activistas, pero de nuevo ¿hasta qué
punto tiene sentido para estas personas el populismo meritocrático y
vagamente keynesiano de Podemos y similares? El discurso anticorrupción
de estas formaciones resistirá el tiempo que sus cargos públicos
resistan la tentación de abusar de esos cargos, pero ¿qué más tienen?
¿El aumento de la inversión en educación? ¿Palmadas en el hombro a la
clase media, propuestas de resistencia a estructuras (FMI, BCE) que
muchas de ellas conocen poco o nada, alusiones –no menos oscuras– a la
inversión en I+D o el fortalecimiento del tejido productivo?
Ni todos los llamados canis son pasotas políticos ni mucho menos todos los que pasan de lo político son canis,
pero son el emblema de los límites de todas las izquierdas,
institucionales o antiinstitucionales, y del gran problema de todo
proyecto de auténtica democracia: la falta de aspirantes a demócratas.
No es tanto que la voluntad popular esté fragmentada por tendencias
sindicales o políticas, ni mucho menos por religiones o algo así, es que
hay más apatía popular que voluntad popular. No hay revolución si nadie
quiere ser revolucionario, no hay república si nadie quiere ser
ciudadano y ni siquiera hay sociedad si nadie quiere ser un agente
social. A día de hoy, y por más que queramos pensar que estas nuevas
fuerzas son, no una revolución, pero al menos un posible cambio de
hegemonía hacia la izquierda, los hechos nos obligan a ser muy prudentes
incluso con esta última posibilidad. El gran crecimiento de Podemos
como partido parece haber tenido una parte de moda política y, más aún,
el ritmo de las elecciones, los sondeos y las tertulias de las TVs
parece llevar inevitablemente a un crecimiento donde la cantidad prima
sobre la calidad. Así, Podemos no tiene tiempo ni para evitar reproducir
lo que intenta en teoría combatir: aun en el cénit de su espiral de
entusiasmo (otoño de 2014), la abstención de los socios (las personas que
en otras organizaciones serían llamadas «afiliadas») en su congreso fue
de casi el 50%. No es menos elocuente que hayan asumido, y lo han dicho
abiertamente, un hiperliderazgo para fomentar su capaz de
desestabilizar formalmente el régimen; no está claro cómo pretenden que
ese empoderamiento de su liderazgo se convierta en empoderamiento de
todo su partido y de toda la población, ni cómo quieren evitar, en
definitiva, el evidente riesgo de que esa desestabilización sólo sea
formal.
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