Hay algunas cosas que conviene saber de Edward Bernays y del propio libro Propaganda para hablar sobre ambos en condiciones.
Sobre el libro, hay que decir se trata de una obra más bien breve y que habríamos preferido que lo fuera aún más, ya que, salvo por su argumentación inicial («organizar el caos») en favor de la propaganda, el resto es una exposición insistente de la eficacia de las campañas publicitarias, con la ayuda de numerosos ejemplos y organizada por campos: los diferentes capítulos explican qué puede hacer la propaganda por las mujeres, por las artes, por las ciencias, etc. Tampoco está de más decir que fue publicado en 1928, cuando el capitalismo aún no había vivido ninguna de sus dos mayores ‒de momento‒ crisis y, sobre todo, cuando la carrera de su autor, que cumplía ese año los 37, ya estaba lanzada, pero aún había de llegar a su auge, cosa que haría inmediatamente después. En ese sentido, Propaganda es en sí mismo un acto de propaganda: como un curriculum machacón que esparciera al viento el buen hacer de Bernays y, más aún, de la nueva industria que representa (la de las relaciones públicas), esta obra no sólo sirve para darla a conocer a quien pueda sentirse interesado de manera desapasionada, sino también para apoyar la buena reputación que Bernays se estaba haciendo de boca en boca entre los directivos de empresa estadounidenses.
Sobre el libro, hay que decir se trata de una obra más bien breve y que habríamos preferido que lo fuera aún más, ya que, salvo por su argumentación inicial («organizar el caos») en favor de la propaganda, el resto es una exposición insistente de la eficacia de las campañas publicitarias, con la ayuda de numerosos ejemplos y organizada por campos: los diferentes capítulos explican qué puede hacer la propaganda por las mujeres, por las artes, por las ciencias, etc. Tampoco está de más decir que fue publicado en 1928, cuando el capitalismo aún no había vivido ninguna de sus dos mayores ‒de momento‒ crisis y, sobre todo, cuando la carrera de su autor, que cumplía ese año los 37, ya estaba lanzada, pero aún había de llegar a su auge, cosa que haría inmediatamente después. En ese sentido, Propaganda es en sí mismo un acto de propaganda: como un curriculum machacón que esparciera al viento el buen hacer de Bernays y, más aún, de la nueva industria que representa (la de las relaciones públicas), esta obra no sólo sirve para darla a conocer a quien pueda sentirse interesado de manera desapasionada, sino también para apoyar la buena reputación que Bernays se estaba haciendo de boca en boca entre los directivos de empresa estadounidenses.
Pero ¿quién era Edward Bernays? Sobrino de Sigmund Freud, este austríaco sólo de nacimiento pasó por encima de sus estudios de agrónomo y empezó a trabajar en la prensa, experiencia que le marcaría de verdad y le convertiría, durante la Primera Guerra Mundial y la la década de 1920, en uno de los pioneros de las llamadas, en el mundo de los negocios, «relaciones públicas». Su paso por el periodismo no fue banal en su interés por este nuevo sector de la propaganda (término que, como puede imaginarse por el título del libro, él reivindicaba) al servicio del mercado y el rol de dicha guerra tampoco fue baladí: el presidente Wilson quería convencer a su pueblo de que la entrada en la Gran Guerra había sido la decisión correcta y movilizó un increíble aparato de persuasión que resultaba demasiado jugoso para no retomarlo después.
Varias exitosas campañas más tarde, Bernays publica este libro y su estrella sigue ascendiendo... pero, antes de cantar más la gloria profesional de Edward, nos parece importante explicar su marco ideológico y algunas cosas que no están en el texto de Propaganda, pero que el quebequés Normand Baillargeon, editor de la versión en francés publicada en 2007, sí tuvo a bien mencionar en el prólogo. Este sobrino de Freud afirma y subraya que el papel del propagandista, del consejero de relaciones públicas, tiene su marco ético y que no todo es vendible, no si se trata de intentar que el consumidor vaya contra su salud o sus intereses, que el objetivo no puede ser mentirle ni abusar de su inocencia.
Sin embargo, fue Bernays quien organizó la campaña encomendada por la United Fruit en la década de 1950 para manchar la imagen del gobierno guatemalteco de Jacobo Arbenz, de modo que la población estadounidense temiera a este reformista como a una especie de aspirante a ser el Lenin centroamericano y que tomaran con placidez o incluso con alivio el golpe de estado militar que, con el apoyo de EEUU, le derrocó e inauguró un ciclo de más de treinta años de dictaduras militares cada vez más sangrientas. Fue Bernays quien, en 1929 y a la mayor gloria de la American Tobacco Company, organizó un golpe de efecto (fragmento 12'00 - 13'44" del vídeo) a favor del tabaquismo femenino: un cortejo de supuestas sufragistas, mezcla en realidad de voluntarias captadas para la causa y modelos profesionales, que, en el momento convenido, sacarían «antorchas de la libertad» (cigarrillos) y los encenderían delante de los periodistas, avisados de antemano por Bernays, mientras reivindicaban el derecho de la mujer a fumar en público sin ser mal consideradas. Fue Bernays quien empezó con la táctica de alimentar los debates que sus campañas creaban montando de la nada organizaciones supuestamente imparciales y con nombres basados en lo consensualmente agradable que luego, como por casualidad, apoyaban a quien había contratado al bueno de Edward. Esta manipulación del debate en sí, esta demagogia al servicio del consumo, esta mezcla amoral de lo racional y lo pulsional ‒Abraham Brill, pionero del psicoanálisis en EEUU que aconsejó a Bernays en el tema de las «antorchas de la libertad», le aseguró que lo que hacía que a los hombres les costara aceptar que las mujeres fumaran era el simbólico poder fálico del cigarrillo‒ vienen de la misma persona que se escandalizaba de que Goebbels leyera su obra con entusiasmo y se apoyara en sus métodos, especialmente para la Kristallnacht, por aquí llamada «noche de los cristales rotos».
Así pues, ¿en qué consiste el fondo ideológico de este propagandista? Básicamente, Bernays sigue el liberalismo de Adam Smith y demás encantadores de serpientes y pretende que la competencia, en el mercado como en la arena política, permitirá al consumidor-contribuyente elegir la mejor opción en un círculo virtuoso de (auto)exigencia y satisfacción con el trabajo bien hecho, lo que quiera que sea que esto último signifique en cuestiones políticas. Pero ¿por qué aceptar una clase dirigente si un@ quiere ser un/a ciudadan@ soberan@? Según el Propagandista
El caballero, pues, ha decidido que los hechos consumados son estupendos o incuestionables y que hemos sido «nosotr@s» quienes hemos querido la socidad de clases y que por qué no seguir así (y por qué sí, cabe preguntarse). La propaganda es el método por el que la clase dirigente ‒hasta el propio Bernays acepta este término‒ «organiza la competencia», lo que viene a ser como la cuadratura del círculo, una contradicción que no molesta al amigo Edward, puesto que vivió de ello durante casi toda su larga vida. Pero ¿cómo hacer tragar todo eso? Si el debate está abierto y es libre, si cualquiera puede proponer una nueva opción política, un nuevo producto, un nuevo servicio, una nueva campaña de concienciación respecto de algo, ¿cómo organizar tal caos sin recurrir al totalitarismo?Teóricamente, cada uno se forma su opinión sobre las cuestiones públicas y sobre las relativas a la vida privada. En la práctica, si todos los ciudadanos debieran estudiar por sí mismos el conjunto de informaciones abstractas de orden económico, político y moral en juego en el más pequeño tema, se darían cuenta rápidamente de que les es imposible llegar a la mínima conclusión. Hemos dejado voluntariamente, pues, a un gobierno invisible la tarea de discriminar la información para determinar el problema principal a fin de volver a dar proporciones realistas a la elección. Aceptamos que nuestros dirigentes y los órganos de prensa de los que se sirven para llegar al gran público nos designen las llamadas «cuestiones de interés general».
La respuesta está en la opinión pública. Convencer a una persona de aceptar un punto de vista detallado es eficaz, pero difícil; convencerla de que algo «es así, como todo el mundo sabe» es más fácil y casi igual de eficaz en una sociedad-masa, un gran aglomerado humano desparramado por la aldea global y cuyos miembros no tienen en común otra cosa que el estar en el mismo lugar en el mismo momento. La opinión pública es ese estado de opinión que se caracteriza no por ser socialmente unánime, ni siquiera mayoritario, sino por ser percibido como mayoritario y, a menudo, casi unánime. La opinión pública se forja en la arena pública, es decir, en los medios de comunicación en que trabaja la minoría social de los periodistas, dirigidos por los aún más minoritarios redactores, miopizados por las costumbres del oficio (incluida la ignorancia del destinatario), condicionados por sus recursos y relaciones orgánicas (patrocinadores, socios empresariales) y fuentes tradicionales (sujetos políticos, organismos policiales, agencias de noticias, a menudo estatales, ...), todo lo cual, con la irrupción de Youtube, Vimeo y compañía puede ser acelerado o ralentizado según la actitud del misterioso destinatario, el Juan Lanas que ve/lee/escucha esa opinión pública. Y, con todo eso, es tan secundario el papel del verdadero público que resulta una prioridad de la clase dirigente el que todo debate sea confuso: los temas deben aparecer y desaparecer rápido y ser tratados de manera ininteligible, bien por falta de datos (o de un contexto en que situarlo, relaciones que atribuirles, etc.) bien por un exceso de ellos que escamotea a la masa el análisis por la parálisis.
Por desgracia, el otro debate público, el que tiene lugar cada día en domicilios, centros de estudio y trabajo, barras de bar y parques, es un tanto silencioso y, además de acallado por la constatación de la impotencia, está bastante dirigido por ese otro debate del que hablábamos antes, por la pujante y constante iniciativa de los mass media, además de por su capacidad de llegar a casi todas partes y nuestra incapacidad para acallarles durante, al menos, el tiempo de pararnos a pensar.