Hay crímenes de los que un@ tiene noticia, crímenes cometidos en nombre de un@ y crímenes que casi consiguen la aprobación de un@. Todas estas categorías, claro, están representadas en el mundo del crimen político y, si los ejemplos de lo primero se dan a paladas (de Lucrecia y Guillem Agulló a Ruanda, de ETA a la guerra civil siria o de Rodney King y Reginald Denny a las turbas islamófobas que se están dando en Birmania últimamente), los de las otras dos categorías también existen. Esta es una de esas veces que escribo, como un colegial, en primera persona del singular y lo hago porque he vivido en dos estados distintos, ambos miembros de la OTAN, y he sido utilizado para justificar los sucesivos ataques contra Yugoslavia, Iraq y Libia (¿y Siria... ?). He aquí algunas de las cosas que más me inquietan en el caso de Yugoslavia: que puede que fuera el menos cruento, pero eso no resucitará a l@s muert@s ni reparará el daño hecho, incluso sin tener en cuenta las vidas segadas, que a l@s menos madur@s –yo tenía 15 años– nos convencieron de que había un@s mal@s y que, visto lo que vendría después, nos empezaron a insensibilizar con aquello.
Oyendo la radio de entonces, leyendo los periódicos de entonces, viendo la televisión de entonces estaba claro que Milosevic era un tirano que estaba deportando a albanokosovares a campos de exterminio. Por extensión, si «los serbios», militares o paramilitares, eran los malos malísimos, los milicianos de la UÇK eran los buenos. Con 15 años, los hombres de la UÇK me parecían héroes, los maquis de nuestro tiempo... y eso que no sabía nada de ellos, aparte de que combatían contra «los serbios» por la independencia de Kosovo.
Cuando «por fin» «intervino» la OTAN –eso se dijo, tranquilamente, en los mass media españoles– no se hizo con una invasión por tierra, como mi yo quinceañero deseaba, sino con bombardeos aéreos. Las muertes de civiles serbios, la persistencia de Milosevic en el poder y la supuesta persistencia del supuesto genocidio me parecieron la confirmación de mi hipótesis: se estaba matando sólo por hacer algo, Yugoslavia debía parecerse menos a Iraq y convertirse en la Francia de 1944. La OTAN me decepcionó, como, por otra parte, era lógico; Kosovo se convirtió en una especie de extraño protectorado independiente de facto de Yugoslavia, luego de Serbia, y el asunto pasó a ocupar poco espacio en mi memoria durante años.
Tuvo que ser la creación humana, la música de Hechos contra el Decoro, corroborada en 2012 por la obra Belgrado de Angélica Liddell, quien me recordara que en Belgrado y en toda Yugoslavia se había matado, herido, destruido y envenenado más allá de cualquier idea de lo que puede ser una intervención militar para detener una campaña militar –por no hablar del problema de la legitimidad en cuanto a que la OTAN haga esto contra un estado que no pertenece a ella o de que los líderes carguen de palabra contra otros líderes y lo pague la clase oprimida –. «Los escombros eran tan fríos que mis lágrimas se congelaron», cantaban HcD en ruso, y sólo después de oír eso, años después, me di cuenta de lo difícil que me habría sido justificar algo así de ser mi ciudad la bombardeada, mi tierra (lo que quiera que signifique eso) la eviscerada con municiones de uranio. A la luz de lo que vendría después en Afganistán, Iraq, Libia y Siria, así como de las declaraciones parsimoniosas de Javier Solana, ese afable criminal de guerra, un@ se da cuenta de hasta qué punto Yugoslavia fue objeto de un experimento. Y de lo poco que nos importaron a l@s demás l@s más de mil o dos mil muert@s, los miles y miles de herid@s, el uranio de las 31.000 bombas arrojadas, la contaminación del suelo, el aire y el agua, la contaminación de los cuerpos de l@s muert@s, de l@s nacid@s y de quienes aún habían de nacer, los cientos de edificios, puentes y monumentos destruidos.
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