Hace unos días me desayuné con la noticia de la muerte de Federico Arcos.
No tiene sentido abundar en su biografía, otras páginas web cuentan más y quizá mejor sobre lo que fue su vida y su trayectoria militante. Una de esas vidas que inspiran envidia, no porque sean envidiables los avatares a los que se vio enfrentado, sino porque las actitudes que dejan ver y los valores que las inspiran son estimulantes y, aunque normalmente evite estos adjetivos, son admirables.
Hay dos cosas para mí más personales en esta historia. Una, quizá la menos relevante, es la implicación de Arcos en la intensa vida política y asociativa del barrio barcelonés del Clot en aquella década de 1930. Yo viví allí entre 2004 y 2006 y casi todo parecido con la década de 1930, allí incluso más que en muchos sitios, era pura coincidencia; yo mismo fui un buen ejemplo de ello, pues fue una de las épocas menos activistas de mi vida. El colmo de la deshonra, de todos modos, llegaría en 2012 al establecerse allí cierto local de extrema derecha de cuyo nombre no quiero acordarme.
La segunda es que, si recordaba el nombre de Arcos, es por la charla que dio Dolors Marín en el Encuentro del libro anarquista de 2013. Hablaba Dolors de la tenacidad de quienes luchaban desde el anarquismo en aquellos tiempos y el nombre de Federico Arcos surgió sobre todo por su gran implicación en el periódico Ruta, órgano de la federación catalana de las Juventudes Libertarias. Llegada la clandestinidad franquista, contaba Dolors Marín, de cada número de Ruta había dos ejemplares ya asignados: uno para el Jefe Superior de Policía, no fuera a hacerse ilusiones de haberles derrotado, y otra para una hemeroteca, que quedara para la posteridad. Dolors fue a ver a Arcos en Canadá, donde ha vivido los últimos sesenta y tres años de su vida, y le preguntó el por qué de esa constancia en esos dos ejemplares de Ruta tan asignados. Quizá con otras palabras, Arcos le respondió ¿Verdad que los encontraste? Para eso los dejamos. Para que los encontrases. Para que los encontraseis. Para el futuro, para que quedara constancia, para que la semilla -poco o mucho- germinara.
La vista que Arcos y demás quijotes de nuestra clase social, entre lo osado y lo ingenuo, tenían tan puesta en el futuro nos pone los ojos como platos, pero es admirable. Cómo no entender el título de aquel libro sobre las colectividades aragonesas de 1936-39, Trabajan para la eternidad. Cómo no querer ser parte de esa corriente que viene del pasado y se proyecta hacia el futuro, hacia el mismísimo horizonte.
En la imagen, Federico Arcos junto a la también mítica Luce Fabbri (1993).
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