sábado, 31 de marzo de 2012

Cultura popular

Un aplauso sincero. Uno breve y sencillo, pero sincero. Sí, porque tendemos a hablar, de unos años a esta parte, como si fuera el colmo de las novedades eso de improvisar estrofas en público, a raíz de las "batallas de gallos" (esas competiciones de la cultura hip-hop donde dos MCs improvisan rimas sobre una base pregrabada y se dan la réplica).
El auge de la cultura hip-hop, claro, no tiene nada de malo en sí mismo, pero las "batallas de gallos" tienen parientes fuera de la cultura afroamericana y algunos de ellos son más antiguos. Pienso, por ejemplo, en los payadores, que han compuesto sus payadas en la Pampa dentro de la cultura gaucha, igual que los bertsolaris lo han hecho y hacen en Euskal Herriak desde hace siglos o los ashokhi en el Cáucaso sur y el noreste de Anatolia -en una tradición que se transmite de padres a hijos y que se remontaría, dicen, al mismísimo Gilgamesh, que lo habría aprendido de Dios-. También vimos en el documental Frekuensia kolombiana que existía cierta tradición de trova popular improvisada en Colombia con la que estaba entroncando el hip-hop contemporáneo y, de hecho, documentándonos para esta entrada, leemos que también existe en Brasil la tradición del repente o desafio y, en diferentes zonas de Galicia y el Bierzo, los loiadores y brindeiros.
Lo mejor de todo es que al menos en algunas de estas tradiciones, como es el caso de las payadas pampeanas y de los bertsoak vascos, se da a los contendientes un tema sobre el que rimar o una historia de la que partir, cosa que ayuda a construir algo original y evita las repeticiones que pueden verse en batallas de gallos (tu cara esto, tu madre aquello y vuelta a empezar)...

Qué demonios, lo mejor de esto es que tiene que ver con eso que se ha llamado cultura popular. Sí, hubo un tiempo en que la sociedad no era el conjunto de gente que algún encuestador o encargador de encuestas (mass media, por ejemplo) incluía en una serie de categorías, sino un conjunto de personas que hacía cierta vida colectiva y, con ella, desarrollaba ciertas respuestas propias al medio en que vivían. Existe toda una historia de los trabajos que un@s vecin@s hacían por otros (o por un forastero que se instalaba) en tantos y tantos pueblos de Castilla, Galicia o Euskal Herriak (el auzolan), sabiendo que ell@s también podían contar con l@s demás cuando llegaba la situación... toda una historia más allá de los márgenes en que hoy concebimos lo público: a base de instituciones centralizadas y profesionalizadas, asociaciones similares más o menos subvencionadas/patrocinadas y empresas privadas. Toda una historia del trueque (arraigadísimo en la España rural, existente también en la América andina, por citar otro ejemplo del que nos hablaron in situ), de la propiedad comunal, del concejo abierto y el batzarre, de literatura oral y milicias comunales, de derecho consuetudinario y jurisprudencia no escrita en ninguna parte, pero recordada.
La cultura, claro, tiene el defecto de tender a convertirse en un mundo autoreferencial que ve lo exterior como algo desestabilizador y lo propio como natural y digno de ser conservado, pero, si para algo sirven la filosofía y la ciencia, es para ir más allá de esto. En cambio, el proyecto histórico del liberalismo, la tarea que la burguesía se ha asignado sin preguntar a nadie, no es preservar las distintas culturas ni ir más allá de ellas, sino venderlo todo: convertir el mundo en un gran mercado donde todo se venda, se posea o circule. Recordémoslo: cuando acaben con su misión, si les permitimos hacerlo, no quedará nada, salvo la miriada de puestos de un descomunal mercado. Nada más.

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