domingo, 8 de abril de 2012

De manos tendidas y puños cerrados

Me han pasado, hace bien poco, un artículo de Diagonal sobre la mítica huelga barcelonesa de "la Canadiense" (1919) y he conocido, así, una anécdota histórica que es todo un programa en sí misma.

Unos cuantos datos: Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, fue el mayor cacique de la provincia de Guadalajara durante los últimos años del siglo XIX y buena parte del siglo XX. También uno de los dirigentes más importantes del Partido Liberal y, como tal, ministro en muchos gobiernos y presidente de tres de ellos, incluido el que sucedió al asesinado José Canalejas y otro, también breve, entre 1918 y el 19. En este segundo lapso tendría lugar la mítica huelga que demostraría la capacidad de los trabajadores de Catalunya de paralizar la gran ciudad -y, prácticamente, Catalunya entera- y vencer un gran conflicto (que no había empezado siendo "grande" en absoluto) y haría que el gobierno quisiera apaciguarlos estableciendo la jornada diaria máxima de 8 horas, aquella por la que se había empezado a luchar a escala internacional el 1º de mayo de 1886. La represión, durante el conflicto, incluyó la militarización de la capital catalana y detenciones contadas por centenares y, en el post-conflicto inmediato, el inicio de la siniestra ley de fugas con el asesinato de Miguel Burgos (del sindicato de curtidores de la CNT barcelonesa) y la creación, por el Poder, de los autodenominados "sindicatos libres" y sus escuadrones de la muerte. Fue toda esta salida, toda esta constatación de que no había más derecho que la fuerza, lo que acabó con aquel "gobierno Romanones", consideran algunos.

Veinte años después, con el fin de la guerra civil, el conde recuperaba sus tierras en Azuqueca de Henares, Guadalajara (la mitad de la provincia, como buena parte de España, no se había rendido al ejército franquista hasta después de que Madrid lo hiciera, el 27-III-39), que habían sido colectivizadas por campesinos de la zona.
De aquellos quemaiglesias, comecuras y bárbaros sólo cabía esperar que hubieran arrasado los cultivos, pero lo que encontró el aristócrata fue algo muy distinto: las hectáreas de cultivo eran más numerosas, el trabajo estaba más mecanizado y la producción era mayor. Impresionado, dicen, por la labor constructiva de aquellos revolucionarios chiflados, Romanones consiguió localizar a varios de los responsables de aquello y, en la medida de lo posible, los hizo excarcelar. Mejor aún, pudo hacer lo propio con uno de los principales gestores de aquella finca colectivizada de Miralcampo, Jerónimo (o Gerónimo, según la fuente) Gómez Abril, pintor de brocha gorda de Madrid. El aristócrata le propuso volver a ponerse al frente de la explotación de aquellas mismas tierras, esta vez sin guerra de por medio y con la cobertura legal y económica de hacerlo por encargo del propietario.
Gómez Abril, que ya lo había hecho en las peores circunstancias, que había luchado en las mismas filas anarcosindicalistas que la mayoría de colectivizadores de Miralcampo, en las mismas que Miguel Burgos y la mayoría de huelguistas de aquel 1919, en aquellas cuyos proyectos desaparecían engullidos por la trituradora franquista, dijo "No".

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