Hacía tiempo que no leíamos algo tan curioso -pese a lo breve y, aparentemente, no demasiado ambicioso- como
La condesa sangrienta, el trabajo más largo en prosa de Alejandra Pizarnik (1936-1972). La edición que hemos leído, de hace dos años, está deliciosamente ilustrada en blanco, negro y rojo por
Santiago Caruso, dando como resultado una atmósfera coherente entre sus dibujos, de un simbolismo muy poderoso, y el estudio de Pizarnik (que parte de una reseña/traducción del escrito por Valentine Penrose en 1957), que explora de manera personal la figura de Erzsébet Báthory y todo lo que ella encarnó: el sadismo, el horror, la sociopatía de l@s poderos@s; su vida aislada, permanentemente melancólica y displicente.
Sobre el tema de la melancolía, Alejandra Pizarnik, que se suicidaría siete años después de publicar esto por primera vez, escribe:
Un color invariable rige al melancólico: su interior
es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin
decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia.
Éste quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como
habría fracasado Teseo si, además de ser él mismo, hubiera sido el Minotauro;
matarlo, entonces, habría exigido matarse. (…) Creo que la melancolía es, en
suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso
de cascada, adentro hay una lentitud
exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e
irreal y constituya «la farsa que todos tenemos que representar».