Habréis escuchado usar el adjetivo "romántico" para cosas tan poco extraordinarias como que una pareja se bañe con velas (alrededor de la bañera; intentar encenderlas dentro del agua es cansarse en vano) o algún otro plan de ocio de esos para los que no hay tiempo o dinero todos los días, pero que sientan bien a la salud de una pareja corriente y moliente de vez en cuando. Suele ser el mismo tipo de plan o sorpresa que un@ ya ha visto en cien mil películas y series y que, por ello, resulta sólo un pelín más original que no prepararlo.
El recordatorio de turno es el siguiente: el romanticismo no es eso. Llámesenos "puristas", pero el romanticismo no es eso, ¿qué tiene que ver eso que ahora llaman "romanticismo" con la obra de Goethe, Byron o Chateaubriand, con la pintura de Goya, con las vidas de Louis Auguste Blanqui o Amilcare Cipriani o con la Sonata luz de Luna de Beethoven? El romanticismo era y es una cuestión de pasión, de exceso, de épica, de desbordamiento de lo racional; se encuentra mucho más fácilmente leyendo a Blake que planeando ninguna cena a la luz de las velas y, si no quiere uno irse a la primera mitad del siglo XIX, ahí tiene el Cyrano de Bergerac de Rostand (publicado en 1897, cuando casi nadie daba un duro por una obra de teatro romántica) o, mucho más cerca, una canción como Piratarena, de Joxe Ripiau, dada su letra.
Todo esto, de todos modos, no es realmente una reivindicación del romanticismo (pese a lo que parezca esta entrada, o más bien el blog entero), sino, como ya se ha dicho, un recordatorio. Ser romántico no tiene por qué ser la mejor idea, cada un@ pone la dosis que le parece, pero es cierto que el romántic@ es el candidato por excelencia a morir joven, sea por su propia mano o por la de otro, a arruinarse la salud o a tomar decisiones drásticas de esas que un@ tiene el resto de su vida para lamentar. El pragmatismo y su prudencia pueden helarnos de frío y el romanticismo quemarnos, cada cual decide, como puede y quiere, a qué distancia prefiere estar del fuego.