En una especie de proyecto en torno a la propaganda, hemos tenido la idea de leer La fausse parole (existe una versión traducida, La falsa palabra), de Armand Robin (1912-1961) y Propaganda, de Edward Bernays (1891-1995). De este último ya nos ocuparemos más adelante; de momento, hablemos del sorprendente Robin.
La falsa palabra es un librito publicado en 1953 —el mismo año en que murió Stalin, vale la pena recordarlo— que no pretende ser un ensayo ni por su breve extensión ni por la manera en que trata su tema, la propaganda. De hecho, las observaciones del escritor y traductor bretón se refieren sólo a la propaganda abiertamente política y no a la de empresas privadas y más a la de regímenes que a la de partidos u organizaciones, lo que no quiere decir que no dé qué pensar más allá de eso.
Para entender esto, como todo lo que concierne a este libro, hay que mencionar dos de los rasgos fundamentales de la trayectoria de Armand Robin: el primero, que fue un políglota exacerbado que traducía veintiséis lenguas y podía entender grosso modo al menos quince más, lo que le permitía entender las emisiones de un enorme número de radios internacionales y serían esas escuchas agotadoras que devoraron buena parte de su tiempo y de su salud las que acabarían por dar a luz este libro. El segundo, que en el centro de este libro está la lengua rusa, que el bueno de Armand manejaba bien ya antes de viajar a la URSS (1933), un viaje cuyo sentido no era sólo lingüístico, sino que también debía descubrirle los frutos de la revolución rusa sobre el terreno y darle la ocasión de colaborar con la labor de un koljós. Para Robin, enamorado de las plumas de Blok, Esenin, Maiakovsky y Pasternak, todos literatos para quienes la revolución de 1917 había sido necesaria, pero no suficiente, aquella URSS con la que simpatizaba fue una gran y dolorosa decepción y el retorno a Francia, una suerte de abandono de su población que sólo podía paliar escuchando el parloteo de sus opresores, la radio estatal soviética.
Para entender esto, como todo lo que concierne a este libro, hay que mencionar dos de los rasgos fundamentales de la trayectoria de Armand Robin: el primero, que fue un políglota exacerbado que traducía veintiséis lenguas y podía entender grosso modo al menos quince más, lo que le permitía entender las emisiones de un enorme número de radios internacionales y serían esas escuchas agotadoras que devoraron buena parte de su tiempo y de su salud las que acabarían por dar a luz este libro. El segundo, que en el centro de este libro está la lengua rusa, que el bueno de Armand manejaba bien ya antes de viajar a la URSS (1933), un viaje cuyo sentido no era sólo lingüístico, sino que también debía descubrirle los frutos de la revolución rusa sobre el terreno y darle la ocasión de colaborar con la labor de un koljós. Para Robin, enamorado de las plumas de Blok, Esenin, Maiakovsky y Pasternak, todos literatos para quienes la revolución de 1917 había sido necesaria, pero no suficiente, aquella URSS con la que simpatizaba fue una gran y dolorosa decepción y el retorno a Francia, una suerte de abandono de su población que sólo podía paliar escuchando el parloteo de sus opresores, la radio estatal soviética.
Así se entiende el lento viraje de A. R. a un anarquismo que le era más una necesidad que una forma de activismo y su relación masoquista con la radio soviética, así como su encarnizamiento —insistimos, racional y visceral a la vez— contra aquel régimen, que se convirtió en el mejor ejemplo, que no el único, de aquello que Robin intentaba describir y denunciar con esa fascinación que despierta el Enemigo cuando parece muy difícil o imposible de vencer.
Pese a su brevedad, La fausse parole nos obligó a subrayar varios de sus pasajes y esto no es así sólo por el contenido de las emisiones que dieron lugar al libro, también lo es por la denuncia que en él se hace de la deshonestidad intelectual que preside la propaganda. Nos referimos a frases como
Lo que nunca se expresa, ni siquiera de modo muy oscuro, en esa propaganda es la petición de principio, de carácter metafísico, según la cual el adversario es ontológicamente el mal (...) en lo que a él respecta, el listón del absurdo debe ser rebasado a cada momento y el absurdo debe ser perfecto, a fin de desanimar al Espíritu y el medio del Espíritu: el Verbo. Nada debe significar nada.
o
Es lógico que todo caso de guerra contra las facultades de la mente culmine en violación del silogismo.
o aún
Se supone que sean los tratados y panfletos los textos que más alumbren la crítica de la realidad y la búsqueda de otra mejor, pero a veces, como en la novela de Michael Ende, es la narrativa o la poesía (valga la redundancia) quien mejor lo hace. Nunca desde que leímos, hace más de cuatro años, la conversación entre Atreyu y Gmork, nos habíamos encontrado con una defensa de la Verdad tan simple y contundente.
La ética sólo puede ser práctica, no mera retórica o literatura ni desfogue para nuestras neurosis, y en el caso concreto de la Mentira, el problema con ella no es que «esté mal» porque sí, sino que la cultura de la mentira vuelve sospechosa a la Verdad, mina la posibilidad de ser sincer@s y, al poner bajo sospecha todo hecho que no provenga de la propia experiencia, destruye la posibilidad de la fiabilidad o confianza en la comunicación humana, convirtiendo la palabra en puro ruido al servicio de intenciones ocultas (una «falsa palabra»).
que nos remiten a La historia interminable.El tiempo ya no va a ninguna parte. Los hechos aparentes son innumerables y su presión sobre los corazones se agrava; caen de manera cada vez más precipitadamente, pero son sólo aspectos engañosos que toma la universal tentativa.
Se supone que sean los tratados y panfletos los textos que más alumbren la crítica de la realidad y la búsqueda de otra mejor, pero a veces, como en la novela de Michael Ende, es la narrativa o la poesía (valga la redundancia) quien mejor lo hace. Nunca desde que leímos, hace más de cuatro años, la conversación entre Atreyu y Gmork, nos habíamos encontrado con una defensa de la Verdad tan simple y contundente.
La ética sólo puede ser práctica, no mera retórica o literatura ni desfogue para nuestras neurosis, y en el caso concreto de la Mentira, el problema con ella no es que «esté mal» porque sí, sino que la cultura de la mentira vuelve sospechosa a la Verdad, mina la posibilidad de ser sincer@s y, al poner bajo sospecha todo hecho que no provenga de la propia experiencia, destruye la posibilidad de la fiabilidad o confianza en la comunicación humana, convirtiendo la palabra en puro ruido al servicio de intenciones ocultas (una «falsa palabra»).
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