A la espera de la semana que viene, en que estará en condiciones de ofrecer más relatos (cosa que quiere hacer desde hace varias semanas), Mr. Brown aprovecha para ofreceros lo que ha descubierto sobre Burgess.
Anthony Burgess es ese escritor conocido, sobre todo, por ser el autor de La naranja mecánica y resulta que tenía 42 años cuando le diagnosticaron un cáncer cerebral que no le dejaría vivir, dijeron, más de uno o dos años. El amigo Anthony dejó su trabajo como profesor universitario y se puso a escribir como si no hubiera un mañana, que diría cierta persona, porque prácticamente no lo había y esperaba, a golpe de derechos de autor, dejarle algo más de dinero a su mujer.
Antes de ese fatídico día de 1959 (recordemos, 42 añitos), Burgess había escrito tres novelas. Al cabo de un año ya había escrito cinco más y tenía a medio hornear La naranja mecánica; al cabo de dos, la había acabado y había escrito dos más. El diagnóstico resultó ser un error, pero ya daba igual: la vida había vencido a la parálisis, al miedo. Anthony Burgess, lingüista, traductor y literato, escribió al menos veintidós novelas más, cuatro libros de relatos, dos de poesía, tres obras de teatro, dos libros para niños, tres biografías, dos libros de memorias, tres de textos periodísticos, ocho traducciones literarias (incluyendo Cyrano de Bergerac, Edipo Rey y Carmen) y veintiún ensayos y tratados sobre música (su otra gran pasión como creador), lingüística y literatura, principalmente. Sólo la auténtica muerte biológica, treinta y cuatro años después de aquel pronóstico médico, pudo pararle. Un verdadero cáncer, este de pulmón, se llevó a los dos Burgess, al que había hecho sus pinitos en la literatura y la composición musical, y al que se sumergió en su torbellino sin nada que perder.
II
Esto nos lleva a Fritz Angst (apellido traducible como «angustia») o Fritz Zorn (seudónimo, traducible como «ira») y su novela Bajo el signo de Marte, cuya historia conoció Mr. Brown hace un año y medio y que sigue removiéndole casi todo.
Fritz Angst nació en Zürich, en el seno de una familia de la burguesía suiza, en los mismos años en que la, para algunos, democracia más sólida del mundo, bastión de la neutralidad bélica, entregaba exiliados alemanes al aparato represivo nazi y custodiaba el oro expoliado sin hacer preguntas. A escala familiar, esa es la atmósfera que Angst evoca, la de un entorno en el que se pretende que todo sea perfecto, sencillo y estable y en el que no se busca otra receta para conseguirlo más que callar todo cuanto amenace ese statu quo, sean sentimientos, referencias a la sexualidad o cualquier otro tema que, por desestabilizador, convenga convertir en tabú.
Después de haber sacado adelante sus estudios de filología alemana y lenguas latinas y de haberse doctorado, el joven Fritz empieza a trabajar en un instituto como profesor de castellano y portugués. Poco después, apenas llegado a la treintena, se le diagnostica un linfoma de tipo maligno y es sólo entonces cuando se convierte en Zorn y, sentado ante la máquina de escribir, emprende su ataque a sus propios orígenes, sin concesiones.
En un tiempo en que escasamente se empiezan a entender los orígenes de los procesos tumorales, Angst tiene claro que el mismo entorno y educación que han atrofiado su vida emocional han atrofiado también su organismo hasta abocarlo a la autodestrucción; incapaz, pues, de compartir sus sentimientos de una manera más natural, apenas capaz de amar, Fritz acude a sesiones de psicoterapia y acaba por escribir esta novela lapidaria cuyo primer párrafo sentencia:
«Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir.»
Una vez que el joven escritor estalla, no hay nada en casi 300 páginas que no sea barrido por la explosión de una vida que sólo cuando parece estar a las puertas de su fin empieza a ser tal. El autor se declara «en estado de guerra total» y esa movilización feroz será su último acto de vitalidad, un aullido que no es nuevo y que tendrá su eco en la propia Suiza y más allá.
Más aún, el rechazo de Angst/Zorn a su familia no tiene una brizna de impostura literaria: en su testamento, no hay derechos de autor para la familia Angst, los beneficios que produzca Bajo el signo de Marte serán para Amnistía Internacional.
El título de la novela (que en el original alemán es Mars, a secas) bien se puede relacionar con el dios romano de la guerra, basado en el griego Ares, pero también con el planeta más cercano al nuestro. Un mundo frío, desolado, rojo de óxido, como la furia tardía y recién descubierta de Zorn y que se dirige contra todo lo que hace del nuestro un mundo, a sus ojos, también frío y desolado. Del concepto de Dios dice: «Aunque tengamos como hipótesis que Dios no existe, habría que inventarlo sólo para romperle la cara», de lo aprendido en el ambiente familiar, que los temas se dividían en dos categorías «lo bueno y lo complicado» y, más aún, considera su historia como la constatación de un fracaso personal y colectivo. Igual que su enfermedad es, a sus ojos, un acto de inmolación de su organismo por la «impotencia total del alma», el malestar social que sacudía la Europa de su época –y, en buena medida, aún lo hace en nuestros días– se presenta como un síntoma de una enfermedad social y cultural que debe ser afrontada. El hecho de que los disturbios que ya sacudían países como España o Italia empezaran a reproducirse en la apacible y estable Suiza a principios de 1980 parecían a dar a la novela un carácter profético y más cuando, a lo largo de meses y años, las tiendas de lujo de Zürich y otras grandes ciudades helvéticas volvían a ver sus escaparates destrozados una y otra vez y los policías de aquel país volvían a recibir golpes y pedradas de las masas de manifestantes que intentaban disolver.
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