martes, 13 de diciembre de 2011

La vida mancha

Georg Elser pasó sus últimos años, más de cinco, recluido en Dachau como "prisionero especial" antes de ser fusilado.
Por sus rodillas de trabajador, de trabajador del tiranicidio, de la tragedia de un hombre al servicio de la causa de millones. Lo siento si a alguien le chirría este tono épico, pero es lo que hay: Elser visitó la cervecería Bürgerbräukeller -a la que sabía que Hitler acudiría- varias veces por semana durante tres meses, calculando minuciosamente y cavando, de rodillas en el suelo (curiosamente, era un cristiano devoto), la cavidad en que ocultar la bomba que debía matar al Führer. Robó explosivos de su trabajo y buscó un empleo nuevo en el que poder robar más explosivos sin llamar la atención. Puso sus conocimientos de relojería y química explosiva al servicio de La Bomba, fabricó una de prueba y la hizo estallar en una finca de sus padres para asegurarse de estar en el buen camino, calculó la operación con todos sus pormenores y pasó al menos treinta mañanas vaciando la columna que albergaría el artefacto. Al final, Hitler no murió por aquella explosión (como sí lo hicieron ocho miembros de su partido) y el joven carpintero fue detenido antes de poder salir del país. Después de todos los indicios que apuntaban a él, sus rodillas fueron la confirmación: estaban magulladas después de decenas de sesiones de trabajo con aquella maldita columna. La expresión es "dejarse los cojones en algo", como podría decirse algo sobre "tenerlos bien puestos", etc., pero lo que Georg tenía eran las rodillas gastadas de hacer lo que alguien tenía que intentar hacer y lo que se dejó en ello fue la vida. Si existiera algo como Valhalla, espero acabar allí y conocernos en persona, mein brüder.

No fue el único: a lo largo de la década de 1970, la guerrilla nicaragüense del FSLN fue ganando en fuerza a lo largo y ancho del país. A medida que la Guardia Nacional se desesperaba por dar caza a "los muchachos" sandinistas como fuera, se normalizó el ejecutarlos sin juicio en función de sospechas. No pocos muchachos de la guerrilla fueron pasados por las armas por tener las rodillas y los codos magullados de reptar por el terreno.

La vida, en fin, deja marca y la lucha, también. Si los conflictos y decisiones dejan huellas psíquicas, elegir la barricada contraria al Poder, ya está dicho, deja huellas físicas que le pueden llevar a uno al cadalso.
Mucho antes del FSLN y de G. Elser, la Commune de París acabó con aplastante derrota. Entre el exilio de cientos y la deportación a Nueva Caledonia de miles... los fusilamientos de decenas de miles, la mayoría, en los distritos orientales de París y, especialmente, en callejones y espacios abiertos (el primero, el cementerio Père-Lachaise) que en la "semana sangrienta" del 21 al 29 de mayo de 1871 serían conocidos como "abattoirs" ("mataderos"). Y, entre los verdugos, destaca el General De Galliffet, cuyo criterio a la hora de matar o no prisioneros no se conoce al cien por cien, pero sí en un detalle: ordenó fusilar a todos los que tuvieran canas. Si las tenían, tenían edad suficiente para haber vivido ya dos insurrecciones: 1848 y 1871, eran "más culpables que l@s demás" (palabras de De Galliffet), tenían demasiada experiencia combativa para permitirles sobrevivir.
Louis-Auguste Blanqui ("l'Enfermé", "el encerrado"), detenido en Burdeos, no llegó a ser fusilado gracias a su avanzada edad, su estado de salud y su prestigio, pero pasó ocho años más en la cárcel. Digo "más" porque ya había pasado 25, de los 66 que tenía.

La vida mancha, desgasta, deja sus muescas en nuestra carne y nuestro ánimo. Y -aún entre tanto desgaste, tanta salpicadura de barro, sudor, lágrimas e incluso sangre- quien realmente vence al miedo, brilla.

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