Cabe preguntarse, delante de un café, un helado o algún otro postre, qué es eso de “moka” o “moca”. Si puede parecer una pregunta tonta o demasiado inocente, también cabe preguntarse si existe algo así como las preguntas inocentes…
De hecho, Moqa/Moka/Moca es un pueblo cualquiera, una ciudadeja de segunda en ese estado de la península de Arabia llamado Yemen. Y, sin embargo, no es cualquier pueblo yemení: situado en la costa, casi en el estrecho de Bab el-Mandeb (“la puerta de las lamentaciones”), donde se besan el mar Rojo y el océano Índico, se encuentra, por tanto, cerca de Etiopía (productor de café) y a unos pocos kilómetros de la región cafetalera de Yemen. Así fue como, bajo el imperio otomano, Moqa fue un importante puerto de salida para el café árabe y donde barcos con mercancías de todo tipo entraban, salían y, por decreto, paraban a pagar sus impuestos al califato. Entre los siglos XVI y XVIII, este hoy pueblucho árabe era el más vital puerto cafetalero del mundo y el principal, en términos generales, de los países de mayoría árabe. Así se convirtió “moka” en sinónimo de café árabe y de café, a secas, y así podría haber seguido siendo hasta este seis de octubre del año dos mil once. Pero no fue así.
Lo cierto es que el mercado es un monstruo y no lo es porque tenga un aspecto monstruoso, sino porque no tiene melindres a la hora de comerse a quien sea, incluidos –cual Cronos de papel-moneda– sus propios hijos. Se unieron hechos como el que los exploradores europeos llevaran cepas de café moka a sus respectivos soberanos (luego serían plantadas con éxito en Haití, Cuba… ) o que el propio sultán otomano considerara importante fortalecer otros puertos, de modo que el dinero sobrevivió, el café sobrevivió, pero el éxito de Moqa fue devorado. Y la ciudad, claro, regurgitada sin relumbre y con extra de fluidos del declive.
No es la primera vez ni la última que algo así ocurre. El mercado da sentido a la ciudad tal como la entendemos, con sus relaciones humanas basadas en la distancia y la desconfianza mutua, con sus distancias físicas gargantuescas para la zancada humana y sus presuposiciones en cuanto a la normalidad/necesidad de medios de transporte que permitan recorrer (¡y rápido!) esas distancias, así como las que hay entre unas y otras ciudades y en cuanto a que el alma de la ciudad sean las vías de transporte (lo que se recorre, se atraviesa) y no los asentamientos (donde se penetra: las viviendas, los parques, las plazas o cualquier centro social/comunitario)… el mercado, decíamos, le da sentido, y el mercado se lo quita.
Aquí también conocemos eso. Hace treinta años, la industria era el sector axial de la economía en países como España, Francia, Bélgica o los EEUU, además de la envidia de los eufemísticamente llamados subdesarrollados (los empobrecidos). De aquel pescado, queda la raspa. Mucha gente quiso defender su puesto de trabajo cuando le vio las orejas al lobo, pero, pese a la dignidad y combatividad de tantos obreros de astilleros, forjas (¿alguien dijo “Reinosa”?) y minas, de tantos estibadores y torneros, el dios Mercado había sentenciado reconversión y las instituciones dijeron “amén”. Y ahí están las raspas, en Bilbao, en el valle del Deba, en Móstoles, Reinosa, Fourmies o Lieja. En Utica (New York, EEUU) algún chistoso hizo negocio de la espantada postindustrial con pegatinas que decían “Last one out of Utica, please turn out the lights” (“El último en salir de Utica, que por favor apague la luz”). En Bélgica, la decadencia fue más allá y debilitó a los nacionalistas valones, del sur (hasta entonces, más industrializado y próspero), frente a los flamencos, del norte, que eran mayoría demográfica, iban explotando cada vez mejor sus recursos e iban superando los complejos de inferioridad con respecto a su lengua y al supuesto poderío francófono.
Brujas es uno de los mejores indicadores de la historia belga. En un pequeño estado rodeado de Alemania, Francia y el Reino Unido, la ciudad flamenca era, entre los siglos XIII y XV, un punto vital del comercio europeo, uno de los nodos donde se unían las rutas comerciales de dos grandes imperios coloniales y de la próspera Europa septentrional (Alemania, Países Bajos, Suecia). Cuando el designios del mercado y el azar puro fueron que el comercio alterara esas rutas, Brujas cayó en decadencia. A las puertas del siglo XX, se había ganado el apodo de “Brujas la muerta”, como recoge una novela de Georges Rodenbach (Bruges-la-morte, 1892), que la retrata como los mayores de la ciudad la recuerdan: sucia, deteriorada, poco segura, acomplejada por su pasado y sin perspectivas de futuro. La siguiente generación, en cambio, la conocería como una ciudad que había descubierto su potencial turístico y que, con ciertos gastos de restauración y mantenimiento, congelaba su encanto visual medieval en una imagen de miles de postales que ha hecho de ella uno de los motores de la economía belga. El ayuntamiento y su oficina turística disfrutan, como si fuera una pequeña venganza, llamándola “Brujas la viva”. Ni tanto, ni tan calvo, porque quien manda es don Dinero. Brujas la agasajada, la arrastrada por el fango y nuevamente coronada. ¿Quién es la siguiente… ?
No hay comentarios:
Publicar un comentario