Hay una idea que se pasea por mi cabeza desde hace quizá uno o varios años, cuando vi un fragmento de entrevista a Jacques Brel, y lo curioso es que no se trata de algo que él dijera, sino algo sobre dos conceptos fundamentales de los que hablaba: amor y ternura.
La diferenciación que ha echado raíz en mí -y que ha resultado no ser del maestro, ahora que he vuelto tras mis pasos, aunque él me diera la semilla- es que el amor es un sentimiento y la ternura, una actitud. La diferencia no es banal, porque lo que un@ siente, sólo esa persona lo sabe y, si intentamos compartirlo y transmitirlo, es, precisamente, mediante acciones y actitudes: "Obras son amores y no buenas razones", como reza el dicho popular (no olvidemos: "razones" se usaba a menudo, en siglos pasados, para referirse a "palabras" o "frases").
Por desgracia, igual que las relaciones de amor suelen crear más problemas que las personas que las viven y los sentimientos que les unen, el amor, en tanto que fenómeno (presuntamente) sentido y explicitado no está, a menudo, a la altura de la ternura. Sobrevalorado como Centro de la Existencia, maltratado como coartada para maltratadores/as ("... pero te quiero... ") y, lo que es peor, para maltratad@s ("... pero me quiere... ") o estéril cuando no encuentra correspondencia y cuando las neurosis de los hombres y mujeres crean problemas de la nada, el señor Amor no está a la altura de la dama Ternura, cuyas obras, aunque también pueden ser engañosas, como las palabras, no lo son tan fácilmente -nos atrevemos a afirmar, sin poder demostrarlo a ciencia cierta-. Además, el cuerpo tiene su propia memoria, donde nunca hay lugar para el dolor y siempre para el placer.
Seamos sincer@s: dos pares de ojos que se miran dulcemente, dos personas que sostienen un diálogo (de minutos o de decenios) en la lengua de la ternura no necesitan saber si la otra le ama como se amaban sus padres, o como lo hacían Bonnie y Clyde, o como Samuel Beckett y Suzanne Déchevaux-Dumesnil, o como Brassens y Joha Heiman, si el encuentro durará una noche o una vida, si la profundidad de la conexión surgida va más allá de la confianza que pide la intimidad (¿en qué escala, además?)...
Más que saber nada de eso, más que ponerle nombres o etiquetas a lo que sentimos, más que saber si coinciden al 100%, al 61 o al 37'285, me atrevo a proponer a l@s demás aquello que veo en mí mismo: lo que deseamos -y quizá necesitamos- es ser tratados tiernamente. Más allá de todos los miedos, todas las inseguridades o toda la vulnerabilidad que podamos sentir, más allá de lo que pueda ocurrir mañana, algo brota cuando vemos una de esas personas tan especiales, cuando pensamos en ella o, simplemente, la sentimos. Más allá de todo eso, de lo que se trata es de mis manos bajo tu ropa y las tuyas bajo la mía.
La diferenciación que ha echado raíz en mí -y que ha resultado no ser del maestro, ahora que he vuelto tras mis pasos, aunque él me diera la semilla- es que el amor es un sentimiento y la ternura, una actitud. La diferencia no es banal, porque lo que un@ siente, sólo esa persona lo sabe y, si intentamos compartirlo y transmitirlo, es, precisamente, mediante acciones y actitudes: "Obras son amores y no buenas razones", como reza el dicho popular (no olvidemos: "razones" se usaba a menudo, en siglos pasados, para referirse a "palabras" o "frases").
Por desgracia, igual que las relaciones de amor suelen crear más problemas que las personas que las viven y los sentimientos que les unen, el amor, en tanto que fenómeno (presuntamente) sentido y explicitado no está, a menudo, a la altura de la ternura. Sobrevalorado como Centro de la Existencia, maltratado como coartada para maltratadores/as ("... pero te quiero... ") y, lo que es peor, para maltratad@s ("... pero me quiere... ") o estéril cuando no encuentra correspondencia y cuando las neurosis de los hombres y mujeres crean problemas de la nada, el señor Amor no está a la altura de la dama Ternura, cuyas obras, aunque también pueden ser engañosas, como las palabras, no lo son tan fácilmente -nos atrevemos a afirmar, sin poder demostrarlo a ciencia cierta-. Además, el cuerpo tiene su propia memoria, donde nunca hay lugar para el dolor y siempre para el placer.
Seamos sincer@s: dos pares de ojos que se miran dulcemente, dos personas que sostienen un diálogo (de minutos o de decenios) en la lengua de la ternura no necesitan saber si la otra le ama como se amaban sus padres, o como lo hacían Bonnie y Clyde, o como Samuel Beckett y Suzanne Déchevaux-Dumesnil, o como Brassens y Joha Heiman, si el encuentro durará una noche o una vida, si la profundidad de la conexión surgida va más allá de la confianza que pide la intimidad (¿en qué escala, además?)...
Más que saber nada de eso, más que ponerle nombres o etiquetas a lo que sentimos, más que saber si coinciden al 100%, al 61 o al 37'285, me atrevo a proponer a l@s demás aquello que veo en mí mismo: lo que deseamos -y quizá necesitamos- es ser tratados tiernamente. Más allá de todos los miedos, todas las inseguridades o toda la vulnerabilidad que podamos sentir, más allá de lo que pueda ocurrir mañana, algo brota cuando vemos una de esas personas tan especiales, cuando pensamos en ella o, simplemente, la sentimos. Más allá de todo eso, de lo que se trata es de mis manos bajo tu ropa y las tuyas bajo la mía.