lunes, 9 de marzo de 2015

Impresiones de Buenos Aires (II)

Me alejo hacia el noroeste, buscando Palermo, y voy pasando más verdor: parque de Las Heras, el Jardín botánico, ... Ahora no hay librerías, hay un mercado de libros al aire libre. Cuando hablo con gente de aquí, me siento muy inseguro: compartimos miles de palabras, pero muchas no significan lo mismo. En otro orden de cosas, casi toda la moneda que veo son billetes, los hay hasta de cinco pesos (unos cincuenta céntimos).
Al recorrer el mercado de libros he pasado en frente de la SRA (Sociedad Rural Argentina) y ahora llego a la calle Fitz Roy, casi en la esquina con la avenida Santa Fe, donde el también anarquista Kurt G. Wilckens hizo justicia del también asesino Varela, verdugo de unos mil quinientos huelguistas en la Patagonia (para alivio de los terratenientes de la SRA) en el verano de 1921-22. El edificio de la dirección de Varela no es el mismo (demasiado reciente), el del zaguán donde Wilckens le salió al paso, tampoco, e incluso el árbol que hay delante es demasiado joven para ser el mismo al que Varela, moribundo por la bomba, se abrazaba mientras intentaba desenvainar su sable y maldecía al alemán y este, arrastrándose con la piernas medio destrozadas por su propia bomba, sacaba una pistola para rematar lo empezado. Ahora veo una pastelería, una (otra) librería, etc. pero casi puedo ver a Wilckens («espíritu sereno y demoledor», diría Severino Di Giovanni) en el suelo, tendiendo educadamente a los testigos la pistola, con la culata por delante, y diciendo en castellano aproximativo «He vengado a mis hermanos».

Como no sólo de historia vive el hombre, punto y aparte. A una manzana hay una tienda de comida vegana casera y, ya con provisiones, sigo marchando. Hay una calle Jorge Luis Borges que nace o desemboca en la plaza Julio Cortázar, me pregunto qué les parecería a uno y otro esa conexión, de haberla conocido. Tengo la impresión de que el cronopio era más humilde, pero quizá sea una cuestión de simpatía personal y afinidad política, quién sabe.
Ayer vi la calle Dellepiane (militar verdugo de huelguistas en la «semana trágica» de 1919) y esta mañana he visto las que recuerdan a Yrigoyen (el presidente que no supo o no quiso evitar aquella orgía de sangre, ni la de la Patagonia) y a Uriburu (militar que depuso a Yrigoyen y se erigió en dictador, y cuyo rodillo represivo terminó de aplastar el poderoso movimiento sindical argentino de los años 10 y 20), ahora encuentro otra muestra de mitología nacional: ayer vi la calle «Antártida argentina» y hoy la plaza «campaña del desierto». Aquí se suele hablar de una «conquista del desierto» (1879-1885 serían sus años de auge) como en Israel se habló de una «tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», no porque sea cierto, sino porque es más agradable. Esa campaña o conquista del desierto (que tuvo su paralelo en Chile) consistió en un ataque militar, donde también participó Falcón, contra los indios del centro y sur de Argentina tan fuerte que consiguió en treinta años lo que el imperio español no había conseguido en trescientos. Conocemos menos a los patagones y mapuches que a los sioux o apaches, pero el caso es que esa gente fue diezmada, aplastada y acomplejada hace pocas generaciones.

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