Si Uruguay
tiene una imagen asociada, es la del paisito, la de un país
pequeño, con características de pueblo a una escala mayor. Y, si
algo transmite esa sensación, es la presencia del mate: lo que en
Argentina, Paraguay o Rio Grande do Sul es un rito privado aquí, con
la ayuda del omnipresente termo de agua caliente, es como un
sempiterno biberón del que un@ nunca se desteta. En la calle, en el
supermercado o en comisaría, en ninguna parte se interrumpen las
mateadas, produciendo al extranjero la sensación de que todo el
mundo está en su casa todo el tiempo.
Tal vez sea
una cuestión de suerte, pero esa sensación de paisito
también es alimentada por la hospitalidad con que he sido tratado
por casi todo el mundo las dos veces que he visitado esta tierra.
Aparte de
eso, Montevideo, pese a ser una gran ciudad (en torno a un millón y medio de
habitantes), no es abrumadora: teniendo en cuenta las cantidades de
casas bajas, edificios bajos y, en relativa escasez, edificios altos,
parece mucho más desarrollada en horizontal que en vertical.
Veo lugares que recordaba, como la plaza Independencia, y otros que no había visto, como el bello Hospital Italiano o la plaza Matriz (oficialmente, «plaza Constitución») que, como buen visitante, me gusta, pero encuentro demasiado frecuentada por otr@s visitantes.
También paso por un barrio humilde, como es La Unión, y por Tres Cruces y Punta Carretas, sedes de la clase media montevideana. He tenido ocasión igualmente de pasar por la Ciudad Vieja, donde algunas localizaciones me llevan a Benedetti y La tregua (la c/ Brandzen, el cruce de Veinticinco con Misiones, donde no está el café de Santomé y Avellaneda y sí tres bancos y un ministerio) y de confirmar en Minas con 18 de julio que en Uruguay las pizzas sin queso son tan fáciles de encontrar como las otras.
También paso por un barrio humilde, como es La Unión, y por Tres Cruces y Punta Carretas, sedes de la clase media montevideana. He tenido ocasión igualmente de pasar por la Ciudad Vieja, donde algunas localizaciones me llevan a Benedetti y La tregua (la c/ Brandzen, el cruce de Veinticinco con Misiones, donde no está el café de Santomé y Avellaneda y sí tres bancos y un ministerio) y de confirmar en Minas con 18 de julio que en Uruguay las pizzas sin queso son tan fáciles de encontrar como las otras.
Aquí
también hay urbanismo del que rinde culto a dictadores (parque Gabriel Terra),
pero he visto al menos dos pintadas y una pancarta en solidaridad con
los detenidos en la «operación
Pandora», una de ellas
ante el bello edificio de la Universidad de la República.
No están
en los nombres de las calles, pero en plena Unión, en la calle
Rousseau, está la casa en que vivían los hermanos Moretti, Antonio y Vicente, anarquistas porteños más audaces que sensatos, que llevaron a cabo en la plaza Independencia, el 25-10-28, el atraco al Cambio Messina. Lo hicieron con tres españoles que habían llegado de Barcelona (Pedro Boadas Rivas, Agustín García Capdevila y Tadeo Peña) y, aunque desconozco el desarrollo de los hechos, el resultado fue una escabechina: hirieron de gravedad a dos transeúntes (hay quien habla de un tercer herido), mataron al propietario del cambio, mataron a un empleado y mataron al taxista que les había llevado. En poco más de una semana, la casa de la calle Rousseau sería asediada por doscientos o trescientos policías, según la versión, y todos caerían detenidos, salvo Antonio Moretti, que quemó el botín del atraco y se voló la cabeza. Miguel Arcángel Roscigno, que no había querido participar en aquello y lo había desaconsejado, tendría que poner tierra de por medio.
En
un lugar algo más céntrico, Monte Caseros con el bulevar Artigas está el lugar donde mataron al comisario Pardeiro
un 24-2-32. Otros fueron los condenados, pero es probable que los
verdaderos responsables fueran Luis Armando Guidot y el novelesco Bruno Antonelli Dallabella, alias
Faccia Brutta
(«cara fea») inmigrante italiano de la vecina argentina que, como
otros paisanos suyos, tenía un pie en el anarcosindicalismo y otro
en la Cosa Nostra. Faccia Brutta, al que se daba mucho mejor cometer
atracos y salir indemne que hablar castellano, acabó de todos modos
en la cárcel y allí le matarían otros reclusos. Un estudio de
Hollywood estaba interesado en hacer una película sobre su vida y se
dice que quienes le conocían temían que la vanidad le hiciera
perder la discreción.
En Punta Carretas, la antigua cárcel, sede de la histórica fuga tupamara de 1971 y de la menos conocida de los anarquistas de 1931, es ahora un centro comercial («Punta Carretas Shopping»). En frente, en el 2529 de Francisco Solano García, una tienda de ropa donde estuvo la carbonería (El buen trato) que José Baldi («Gino Gatti») compró para cavar, con otros tres compañeros, un túnel -según quién lo cuente- de entre 43 y 54 metros de longitud (ver foto) con el cual sacar de prisión a Roscigno.
Habían dejado una nota en la boca del túnel «Son ácratas aquellos que lo demuestran con los hechos y no con las palabras».
Tanto Roscigno como Moretti fueron detenidos de nuevo (por un chivatazo) en cuestión de días y prefirieron ir a la cárcel en Uruguay que a manos de la policía argentina. De poco parece haber servido: tras cumplir una nueva condena, al acabar 1936, Roscigno, Andrés Vázquez Paredes y otro de sus compañeros fueron liberados y entregados a la policía argentina que, en un anticipo de lo que vendría décadas después, los desapareció.
Tanto Roscigno como Moretti fueron detenidos de nuevo (por un chivatazo) en cuestión de días y prefirieron ir a la cárcel en Uruguay que a manos de la policía argentina. De poco parece haber servido: tras cumplir una nueva condena, al acabar 1936, Roscigno, Andrés Vázquez Paredes y otro de sus compañeros fueron liberados y entregados a la policía argentina que, en un anticipo de lo que vendría décadas después, los desapareció.
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