Más allá de la simpatía o antipatía que pueda suscitarnos, parece interesante preguntarse ¿qué cabe esperar de esa formación política tan reciente, Podemos?
Repasemos:
El pasado 14 de enero, Podemos no tenía nombre, pero estaba contenido como una semilla en el manifiesto Mover ficha: convertir la indignación en cambio político que publicaron, entre otros, nuestros queridos Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria.
La misma semana se lanzaba Podemos como iniciativa electoral que recogía ese guante –pactado o no entre redactores del manifiesto y emprendedores de la iniciativa, poco importa–.
Hubo cuatro meses de espiral de crecimiento: la candidatura generó ilusión entre ciertos sectores, lo que dio vigor a la lista, lo que generó ilusión, etc.
Después, los resultados en las elecciones europeas permitieron llevar esa espiral a una fase superior: el escenario de la macropolítica española, tan flexible a los cambios como las familias tradicionalistas de las tragedias tipo Romeo y Julieta, acusaba el cambio. El señorito había encontrado un pelo en su sopa y parecía perder los nervios.
Desde entonces, las encuestas aún han seguido alimentando estos elementos y, por tanto, su dinámica: Podemos podría convertirse en el motor del frente anti-PP y, como tal, arrastrar a buena parte de IU (sembrando la desilusión entre quienes se queden en ella) y a parte del PSOE, cosa que podría sembrar las deserciones en ese partido y agravar su crisis.
Pero ¿quiénes son exactamente los que están perdiendo los papeles? ¿A quién tiene en frente Podemos y, por ende, a quiénes convoca como votantes esta formación política? ¿Qué puede dar de sí?
Quienes chillan, patalean y se rasgan las vestiduras son l@s dirigentes del PP y el PSOE, elementos inmovilistas para quienes el anquilosamiento es el estado natural del debate político: el que se mueva no sale en la foto. La relación IU-Podemos es más ambigua: la primera quería fagocitar a la segunda y ahora lo contrario parece más probable, pero IU ha aguantado muchos palos y es muy difícil para ell@s tragarse semejante constatación del fracaso –por lo demás, patente– de sus 28 años de historia, que ha sido un frágil intento de salvar, a su vez, el histórico PCE. En todo caso, la posición de IU ha sido claramente la de contribuir al nacimiento del actual sistema macropolítico español y alimentarlo, pero manteniéndose en su margen, intentando ser una especie de Pepito Grillo cuya acción haría evolucionar el sistema en lugar de dejar que el sistema les cambiara. Como resultado de esa ambigüedad, Podemos está captando una base electoral que podría ser afín a IU en gran parte y que sin embargo difícilmente la votaría, probablemente por los lastres históricos con que carga.
Con el PP y el PSOE, la cosa está más clara y se les ha señalado y se les señala, junto a la Corona, como casta dirigente. El carácter dinástico de la Corona está claro y tampoco requiere mucha investigación el de parte de la élite política (los Rato, Aznar, Oreja, Gallardón... ). Más aún, incluso dirigentes sin ningún rasgo de casta, sean más conocidos por su lado político (F. González, J. Pujol Soley, M. Rajoy) o empresarial (J. M. Polanco, Amancio Ortega, J. M. Lara Hernández), parecen haberse instalado en la élite y algun@s de ell@s han instalado a sus descendientes o lo están haciendo.
¿Hay una casta dirigente en el estado español? No. Hay una clase dirigente en la que puede meterse quien quiera y además consiga tan ardua tarea, quien pueda de hecho lograrlo al intentarlo. Los Ortega, Polanco, González y demás no estaban en la élite y ahora lo están, y no poc@s de entre ell@s lo han hecho mediante el ascenso interno en partidos políticos y la concurrencia a las elecciones. ¿A las mismas elecciones a las que se presenta Podemos? Sí, a esas mismas. Pero las elecciones son para participar en las instituciones, son una herramienta neutral y, o las hacemos nuestras o la clase dirigente actual (la llamada «casta») las hará suyas.
Claro, las instituciones son neutras, la historia empezó esta mañana y la tele nunca se equivoca. No, en serio: nada como conocer la historia del parlamentarismo para asimilar que no, las instituciones no son neutras, y que es difícil concurrir a las elecciones y a cualquier otro circuito de participación institucional si no es llevando una pesadísima carga de ingenuidad y una gran disposición a perder tiempo y energía; hay que ir dispuest@s a repetir los mismos errores de todas las generaciones anteriores. [En este mismo blog ya hablamos del rol histórico de los partidos políticos y su relación con el parlamentarismo, aquella entrada se puede leer aquí.]
Pero –se nos puede decir– incluso si Podemos estuviera realmente en el camino que lleva a la integración institucional, a ser un nuevo IU, ERC o similar, ¿por qué iban sus votantes y militantes a permitir o incluso favorecer esa evolución, pudiendo evitarla mediante su funcionamiento asambleario? Por partes: ¿votantes o militantes? Ante todo, votantes: Podemos nació como una candidatura electoral que respondía a un manifiesto cuya tesis (implícita) era que sólo algún tipo de revulsivo electoral podía permitir que el malestar ante la gestión de la crisis macroeconómica pasara del descontento a la contraofensiva. Había, de hecho, un sentido de la urgencia que, dado el contexto y dado lo escrito después por al menos uno de sus firmantes (S. Alba Rico), se explicaría por la necesidad seguir descongelando la apatía que dominaba y domina la escena política y de evitar la recuperación del descontento por la extrema derecha. No obstante, todo partido (PSOE, PCE, el antiguo EIA) o sindicato (CGT es el más evidente por estas latitudes, pero también los mayores CCOO y UGT) que ha entrado en dinámicas electorales ha visto su militancia debilitarse cualitativamente, cuando no también cuantitativamente –volvemos a remitir a la evolución de PCE y PSOE en la llamada «transición»–. Votar cada cuatro años es más cómodo y, seamos sincer@s, es en gran parte por esto por lo que genera tanta ilusión una candidatura nueva y de apariencia lozana entre votantes desencantad@s de una muchedumbre apática: con un simple voto, el votante del PP apacigua sus pesadillas protagonizadas por Rodríguez Zapatero y la negociación con ETA, el del PSOE aleja la imagen de Rajoy y sus recortes (o incluso Aznar y su apoyo a la invasión de Iraq) y el de Podemos puede alejar a ambos e incluso dar un puñetazo en las mesas del Parlamento Europeo y la Zarzuela. En realidad, pese a los porcentajes de abstención, es en las elecciones donde ni siquiera la mayoría silenciosa parece tan silenciosa. ¿Cuáles son los porcentajes de activismo cotidiano en todo tipo de sindicatos, asociaciones o colectivos? Un mismo suspiro lastimero recorre todo el mundo, de España a Cuba y de EEUU a Venezuela: la gente no se implica mucho en política, pero al menos vota. Si Podemos hubiera querido militantes antes que votantes, no se habría creado Podemos, como respetuosamente les recordó Carlo Frabetti en su artículo Debemos. La comparación entre las trayectorias de las CUP catalanas y del partido de Monedero, Iglesias y cía. debería de ser suficiente para remachar esta idea.
Podemos es, dicho está, una formación dispuesta a recoger esos votos, como ya ha empezado a demostrar. Pero ¿los votos de quién? Bueno, el voto es anónimo, pero sabemos qué intentan recoger –la fuerzas desatadas el 15-M de 2011 y en las movilizaciones de todo este ciclo, aún inconcluso– y cuáles son sus metas... más o menos. En realidad, si algun@s calificamos a Podemos de «populistas» sin por ello hacerle el caldo gordo a PP, PSOE y cía. es porque el centro de su discurso y, sobre todo, del entusiasmo que genera está en a quiénes atacan («la casta», «los culpables de la crisis», «las minorías extractoras», «la jauría», «las minorías privilegiadas», etc.) y no en sus objetivos. Las comparaciones son odiosas, lo sabemos, pero si el anarcosindicalismo se ha dotado de principios, tácticas y finalidades y, dentro de eso, cada un@ ya sabía y sabe cuál es el margen de variación, la pablítica de Podemos –perdonen los jueguecitos de palabras– parece más vaga, sea por su funcionamiento abierto, por lo cómodo de la imprecisión... o por todo ello a la vez. En todo caso, parece haber cierto programa político: más y mejores servicios públicos y, consecuentemente, una recaudación menos injusta y una auditoría de la deuda pública, mayor control de la banca y menor derroche privado y (sobre todo) público, dignificación de la situación de la mujer (derecho al aborto, trabajo doméstico), laicismo y respeto a las decisiones colectivas dentro y fuera del estado (federalismo y antiimperialismo). Soberanía nacional, vaya. Que este estado no parezca el cortijo privado de unos cuantos. Patriotismo de verdad y no del de desfile y paliza al inmigrante –y en esto, reconocemos que Podemos sí está planteando una alternativa a las bases de cierta ultraderecha–.
Tiene la debida lucidez con respecto a las mujeres y sectores LGBT y con respecto a las relaciones entre pueblos. Por lo demás, es un estupendo programa para el siglo XVII (Spinoza, Locke), XVIII (Rousseau, Montesquieu, Kant) y la primera mitad del XIX (por poner ejemplos autóctonos: Blanco White, Riego, el Empecinado, Espartero, Mendizábal, Espronceda, Madoz... ). A estas alturas, eso sí, esto ya huele: sabemos que la igualdad, la libertad y la independencia civil no se alcanzan escribiéndolas en un papel, sabemos que la patronal y la misma troika a la que Podemos quiere enfrentarse nos coaccionan (individual y colectivamente) y aún pueden hacerlo más y que no hay ciudadanía ni ley allá donde hay coacción, sabemos que sólo se emancipan comunidades decididas a ello y que lo que está aglutinando Podemos es una masa de votantes de l@s cuales no se sabe cuánt@s estarían dispuest@s a algo más que meter un papel en una urna cada cuatro años o un enlace en su cuenta de twitter o facebook. Hemos aprendido algo del fracaso del liberalismo y podemos... darnos por enterad@s, de verdad, algun@s intentamos hacerlo.
¿Se pueden recoger esas energías de este ciclo de luchas de tres años obviando los últimos doscientos años de historia? Sí se puede: soñando con a) una Arcadia keynesiana donde nadie se queda en paro tanto tiempo como para ser desahuciado ni caer en la pobreza extrema, a la clase media le llueven trabajos cualificados y hasta las estadísticas de crecimiento macroeconómico sonríen con benevolencia (un proyecto de tipo más islandés) o b) una revolución bolivariana que quizá empiece como intento de keynesianismo, pero tenga el punto de mira en llegar a una superación pacífica y progresiva del capitalismo, posibilidad que no podemos apoyar, pero que no entramos a valorar en profundidad por falta de detalles sobre los pros y contras del modelo venezolano.
Recapitulando: Podemos ha encontrado un espacio hecho a medida y se lo está apropiando, como es natural. No es exactamente un espacio generacional (aunque haya muchos más no-votantes de la Constitución del 78 que votantes) ni tampoco un espacio de clase (aunque Podemos parece alimentar las fantasías de cierta clase media mejor que nadie), es un espacio para un populismo de izquierdas, que defiende la soberanía nacional evitando las tentaciones fascista, eurófoba, etc. y, al hacerlo, le quita terreno bajo las pies a las organizaciones basadas precisamente en esas tentaciones y se puede, incluso, atraer votantes desencantad@s de la derecha. Puede seguir sacudiendo el panorama macropolítico español, puede escorar el marco del debate político español hacia la izquierda y bien podría formar parte –liderándolos, incluso– de una mayoría parlamentaria y un gobierno reformistas, los primeros en más de setenta años. Lo que no va a hacer en ningún caso –es posible, de hecho, que los debilite– es cumplir los buenos propósitos asamblearios, antipartidistas, autoorganizativos y revolucionarios que han formado parte, en conflictiva mezcla, del llamado movimiento 15-M y de las asambleas populares –a las que han ninguneado desde el mismo manifiesto prenatal– y que hacían que todo ello entroncara con más de un siglo de movimiento de la clase oprimida por su liberación y el fin de la sociedad de clases.